Este texto fue escrito en 1980 pero por la actualidad que reviste me permito reproducirlo A la lista citda por el autor es necesario agregar hoy - por razones obvias- a Chávez y Fidel. Las historias actuales de líderes moribundos se parecen, cada día más, a la ya antológica novela El otoño del patriarca. La fantasía del realismo mágico ha abandonado las páginas de la literatura porque, en realidad, siempre habitó en nuestras calles como fórmula alucinada de los pueblos de América Latina.
Juzguen por uds. mismos el texto. Las crónicas de una muerte anunciada, prolongada y sostenida hasta que los actuantes hayan consolidado el poder -por una impuesta sucesión monárquica, violación a la constitución o cualquier extraño método que permita la perpetuación indefinida en el puesto- se ha convertido en el modelo importado que Cuba sostiene. Como lacayo sin neuronas, Maduro se presta a un peligroso juego hoy que lo precipitará al abismo mañana.
La lenta agonía de los
líderes
ESCRITO POR JUAN CRUZ
11 MAYO 1980
La muerte de Tito se produjo cuatro meses
después de que empezara a ser esperada. Con Franco ocurrió lo mismo. En iguales
circunstancias de minuciosa preparación para la muerte se desarrolló la lenta
agonía de Bumedian. Los líderes, sobre todo cuando éstos tienen estatura de
dictadores, de amos absolutos de los destinos de sus pueblos, se mueren de
forma difícil, prolongada y lenta. Entre ellos hay similitudes que pasan por
encima del contenido de sus ideologías.
Todo el mundo se muere igual, pero para los
líderes la agonía es más lenta.El periodo agónico de los que han mandado de
modo omnipotente se extiende hasta que quienes contemplan la posibilidad de la
muerte como un desastre nacional, desean que este desenlace se produzca cuanto
antes.
Esto no ocurre porque los que asisten en
primera fila a la lenta y prolongada agonía del líder hayan perdido la
fidelidad que han jurado al moribundo cuando éste se hallaba en pleno uso de
sus facultades, físicas y políticas. Pasa porque se ha cerrado un cielo vital
previsto -atado y bien atado- y todo ha-quedado dispuesto, mientras duraba la
agonía, para que el relevo se efectúe sin Fisuras.
La agonía prolongadísima de Franco -una
prolongación a la que hasta su familia llegó a oponerse- es un paradigma no
porque sea la más conocida por nosotros, los españoles, sino porque de algún
modo resumió todas las restantes agonías, desde la que padeció -los líderes las
padecen; los que están a su lado las alimentan creyendo que las alivian- Mao
Zedong a la que sufrió Bumedian. La de Josip Broz Tito, que duró cuatro meses,
con altibajos que agigantaron la figura del héroe, ha sido hasta ahora la más
espectacular, porque estableció el ejemplo contemporáneo de lo que el Cid fue
para la leyenda.
En el caso de Franco, como han contado los más
recientes biógrafos de su muerte, hubo una tal costumbre a su agonía que, al
final, cuando ésta hizo crisis y sobrevino la muerte, la emoción de los que
rodeaban al difunto era tan inerte que siguieron cuidando al que, fue enfermo
como si en él estuviera todavía latiendo la vida. Vicente Pozuelo Escudero,
médico del dictador, que estaba a los pies de su cama, relató las
características de esa frontera final. «Se establece la seguridad de la muerte
a las 5.25» (del 20 de noviembre de 1975). « … ) No hablamos. Tenemos un nudo
en la garganta y cada uno gasta su emoción intentando colaborar en algo. Una
vez limpio se dispuso el cadáver, cerrándole los ojos, arreglándole la cara y
la boca como se hace habitualmente, pero con muchísimo cariño, por parte de las
enfermeras de servicio, Juanito, Zamorano y yo».
Una agonía autárquica
La muerte de Franco
fue, a diferencia de los fallecimientos de otros colegas suyos de mando
omnipotente, como la vida política del dictador español: le precedió una agonía
autárquica. A Mao Zedong le fue a visitar un facultativo austriaco; a Tito le
enviaron médicos norteamericanos, que prolongaron su vida hasta que ésta se
acabó sin remedio, y a Bumedian le facilitaron toda una tecnología médica sin
distinción de fronteras y alineamientos: la mayor parte de los médicos que le
asistieron en sus cuarenta días de agonía eran militares estadounidenses
traídos de las fuerzas que EE UU tiene en la República Federal de Alemania de
este último país eran los scanners que se utilizaron para recorrer el proceso
canceroso que dominó al recio líder argelino. A Franco lo rodeaban españoles.
Cuando agonizaba Mao Zedong, los chinos
también ocultaban celosamente la gravedad del trance, aunque hallaron una
fórmula para ir advirtiendo a aquel inmenso país de que se avecinaba el, final
definitivo del mítico líder Usaron la enseñanza de un viejo proverbio -«una
imagen vale más que mil palabras»- para señalar la irresistible decadencia del
organizador de la larga marcha. Una simple fotografía, en la que Mao aparece
conversando, en mayo de 1976, con uno de los políticos que le visitaban, dio la
pauta: el dirigente chino se hallaba recostado en un sillón, dando muestras,
como escribía un periodista francés, «de una debilidad creciente». Tres años
antes el propio Mao había sido más explícito cuando le dijo al presidente
francés Georges Pompidou, al que habría de sobrevivir: «Pues bien, yo estoy
completamente acabado (foutu). Me encuentro acribillado por las enfermedades».
Los argelinos copiaron la técnica china de la
imagen para preparar, en silencio, la transición que automáticamente se operó
en Argelia tras la muerte de Bumedián. El líder revolucionario padecía el
síndrome al que dio nombre el doctor sueco Waldestrom y tenla escasas
posibilidades de prolongar su vida mucho tiempo. En este estado preagónico
regresó de un último viaje médico a Moscú.
La última imagen de Bumedian data de tres
meses antes de su muerte y fue tomada nada más descender del avión que le traía
de la URSS. La televisión argelina ofreció esa imagen, que muestra a un
Bumedián cansado, haciendo vagos gestos con las manos -Mao se quedó, al final,
con el limitado uso de su mano izquierda, hasta que ésta también murió- y
señalando involuntariamente que decía adiós a sus súbditos. Nunca le
permitieron después aparecer en público, aunque siguió haciendo declaraciones,
enviando solidaridades y gobernando el país. Eran otros, sin embargo, los que
hacían estas funciones por él: el Consejo de la Revolución y el Ejército de
Argelia hacían lo posible -y lo lograron con éxito- para que aquel Cid que
había logrado la liberación de su país siguiera sobre su caballo como un héroe
invicto, incluso frente a un cáncer incurable.
Mientras esto ocurría, Bumedian perdía el
pelo, la voz y cualquier clase de poder. La lenta agonía a que fue sometido por
la prolongación tecnológica de la vida que le quedaba no fue puntuada, al revés
de lo que ocurrió en España cuando moría Franco, por chistes populares de
cualquier signo: Manuel Ostos, corresponsal de EL PAIS en Argel, que vivió de
cerca,aquella dramática transición, no recuerda ninguna broma que naciera de la
situación que estaba sucediendo entre scanners y facultativos de las más
variadas nacionalidades. Con Mao tampoco sucedió esta reacción nerviosa del
pueblo ante una situación dramática,y con Tito los chistes no tuvieron, que se
sepa, un contenido personal, sino que aludían a las características políticas
de Yugoslavia. «¿Enviamos invitación a los rusos para que vengan al funeral?»,
cuentan que dice un chiste yugoslavo. «No. No hace falta, Los rusos vendrán sin
que les invitemos».
En todos los casos de prolongación, médica o
natural, de estas agonías de los líderes, se produce un cuadro casi clínico de
las reacciones de la gente: al principio -ocurrió en España, pasó en Argelia y
acaba de suceder en Yugoslavia- se produce un estupor entre los que asisten al
primer proceso público de la enfermedad del líder; durante uñas semanas, o unos
meses, la gente comienza a estimar que la desaparición puede aliviarse, y, al
fin, la tragedia humana a la que se ve sometido el líder agónico hace preferir
su muerte antes que una artificial prolongación de su vida.
Estos líderes, cuyas fórmulas de dictadura
difieren, guardan entre una única relación: mantienen su poder hasta el final,
y porque lo detentan con más seguridad que otros, son conservados
cuidadosamente, hasta que la transmisión de este poder, queda garantizada. A
veces, son ellos mismos los que quieren la prolongación de ese Poder
-«Tráigamne el traje», le dijo Franco a una enfermera cuando sus médicos le
aconsejaban que no presidiera su último Consejo de Ministros- y hacen con él lo
que se les antoja.
La muerte del líder nunca tuvo tan crispada
descripción como la que la hija de Stalin, Svedana, hizo del agonizante
dictador ruso: «La muerte de mi padre fue espantosa, difícil… Se asfixiaba a la
vista de todos. Hubo un instante, por lo visto, ya en el último momento, en que
abrió de súbito los ojos y recorrió con la mirada a cuantos nos hallábamos a su
lado. Fue aquella una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez,
y de pavor ante la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se
inclinaban sobre él». En la trastienda del escenario de la muerte, la
tranquilidad domina, porque la sucesión está implacablemente preparada por
quienes ven en la agonía del Patriarca un simple resumen de la vida de quien
abandona y deja el sitio.
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