QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

lunes, 17 de diciembre de 2012

UNA REFLEXIÓN NAVIDEÑA


El viernes fue el festival navideño en la guardería de mi hija. Asistí, por primera vez en mi vida, a este tipo de celebraciones. Veía a aquellos pequeños hablando de valores, de la familia, la  tolerancia, la amistad, el respeto. Se veían preciosos en sus atuendos y en su infinita sabiduría inocente. En sus manos está cumplir con todos esos conceptos sin convertirse en adultos fanáticos e idólatras de falsos Mesías. Veía a esos niños, a Elena y un nudo se me hizo en la garganta. ¿Cómo fue mi infancia en diciembre?

A esa edad, gritábamos consignas: “Seremos como el Che”, “Fidel, Fidel, Fidel”, “Pioneros por el Comunismo”. En la guardería no nos hablaban de tolerancia sino de un cruel imperialismo que nos quería invadir y de la necesidad de armarnos para proteger a la nación. Con sólo siete años recuerdo haber levantado mi mano –como toda mi clase- para apoyar la donación de azúcar a VietNam y condenar al imperialismo en su guerra cruel contra una nación indefensa. A los ocho, escribía una carta –a solicitud de la maestra, iban a escoger las mejores- a un niño vietnamita solidarizándome con su desastre. Esa fue también mi primera decepción literaria, porque la maestra sentenció que la habían escrito mis  padres porque una niña de mi edad no podía escribir así.

Estos niños hablan de la familia. La mía eran mis padres, mi hermano y mis primos del lado de acá. Mi abuela y la familia de Miami eran los gusanos: de ellos no se debía hablar y mucho menos decir que se tenía familia en EU. Con mi abuela nos comunicábamos  por teléfono –siempre fue un lema en la casa el a pesar de todo, es tu abuela- pero siempre con la espada de Damocles sobre nosotros: no le pidas nada, vives bien, todo está perfecto. La familia estaba truncada –siempre lo estuvo a partir de 1959- y nadie se condolió de mi generación huérfana de afectos de abuelos difuminados y bisabuelos que un día murieron para dejar sólo algunos cuentos y marchitas fotos. Estos niños siembran el amor a la familia porque un país sin familias crece en el odio. Y me dan envidia. Yo no tuve a Santa, rezago imperialista y pequeño burgués de una sociedad corrupta. No tuve a los Reyes Magos, aunque Hortensia y el Gordo –mis abuelos por derecho propio- siempre nos regalaban algo el 6 de enero. Yo no supe de las grandes comilonas del 24 de diciembre donde –dice mi mamá- se reunían hasta 50 personas. LA FAMILIA. Habían batistianos, revolucionarios, auténticos… HABÍA TOLERANCIA. Yo sólo supe de unas escondidas comidas que hacía mi mamá el 24, un pollito que lograba resolver y el silencio sobre una mesa llena de fantasmas. Eso sí: se celebraba el 31 con bombo y platillos, el advenimiento de otro año  glorioso de la Revolución.

Hoy, frente a estos niños, pienso con nostalgia en la niña que fui y en la que pude ser. No me quejo del cariño inmenso de mis padres y su educación intachable. No conozco a la otra Yamilet, la que pudo existir si mis padres se hubieran ido de Cuba. Esa nunca existió. Hoy, frente  a estos niños, sólo puedo confirmar que Elena no va a vivir en una sociedad que separa familias y destruye sueños infantiles. ¿Quién va a pagar por mi infancia entre fusiles y consignas? ¿Quién va a pagar por mi generación huérfana de sueños e ilusiones?
 

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