El viernes fue el festival navideño en la guardería de mi
hija. Asistí, por primera vez en mi vida, a este tipo de celebraciones. Veía a
aquellos pequeños hablando de valores, de la familia, la tolerancia, la amistad, el respeto. Se veían
preciosos en sus atuendos y en su infinita sabiduría inocente. En sus manos
está cumplir con todos esos conceptos sin convertirse en adultos fanáticos e idólatras
de falsos Mesías. Veía a esos niños, a Elena y un nudo se me hizo en la
garganta. ¿Cómo fue mi infancia en diciembre?
A esa edad, gritábamos consignas: “Seremos como el Che”, “Fidel,
Fidel, Fidel”, “Pioneros por el Comunismo”. En la guardería no nos hablaban de
tolerancia sino de un cruel imperialismo que nos quería invadir y de la
necesidad de armarnos para proteger a la nación. Con sólo siete años recuerdo
haber levantado mi mano –como toda mi clase- para apoyar la donación de azúcar
a VietNam y condenar al imperialismo en su guerra cruel contra una nación
indefensa. A los ocho, escribía una carta –a solicitud de la maestra, iban a
escoger las mejores- a un niño vietnamita solidarizándome con su desastre. Esa
fue también mi primera decepción literaria, porque la maestra sentenció que la
habían escrito mis padres porque una
niña de mi edad no podía escribir así.
Estos niños hablan de la familia. La mía eran mis padres, mi
hermano y mis primos del lado de acá. Mi abuela y la familia de Miami eran los
gusanos: de ellos no se debía hablar y mucho menos decir que se tenía familia
en EU. Con mi abuela nos comunicábamos por teléfono –siempre fue un lema en la casa
el a pesar de todo, es tu abuela- pero siempre con la espada de Damocles sobre
nosotros: no le pidas nada, vives bien, todo está perfecto. La familia estaba
truncada –siempre lo estuvo a partir de 1959- y nadie se condolió de mi
generación huérfana de afectos de abuelos difuminados y bisabuelos que un día
murieron para dejar sólo algunos cuentos y marchitas fotos. Estos niños
siembran el amor a la familia porque un país sin familias crece en el odio. Y
me dan envidia. Yo no tuve a Santa, rezago imperialista y pequeño burgués de
una sociedad corrupta. No tuve a los Reyes Magos, aunque Hortensia y el Gordo –mis
abuelos por derecho propio- siempre nos regalaban algo el 6 de enero. Yo no
supe de las grandes comilonas del 24 de diciembre donde –dice mi mamá- se
reunían hasta 50 personas. LA FAMILIA. Habían batistianos, revolucionarios, auténticos…
HABÍA TOLERANCIA. Yo sólo supe de unas escondidas comidas que hacía mi mamá el
24, un pollito que lograba resolver y el silencio sobre una mesa llena de
fantasmas. Eso sí: se celebraba el 31 con bombo y platillos, el advenimiento de
otro año glorioso de la Revolución.
Hoy, frente a estos niños, pienso con nostalgia en la niña
que fui y en la que pude ser. No me quejo del cariño inmenso de mis padres y su
educación intachable. No conozco a la otra Yamilet, la que pudo existir si mis
padres se hubieran ido de Cuba. Esa nunca existió. Hoy, frente a estos niños, sólo puedo confirmar que Elena
no va a vivir en una sociedad que separa familias y destruye sueños infantiles.
¿Quién va a pagar por mi infancia entre fusiles y consignas? ¿Quién va a pagar
por mi generación huérfana de sueños e ilusiones?
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