Hoy les dejo un texto de Agustín Tamargo Fernandez (1925-2007). Como tantos otros, murió en el exilio y nunca pudo regresar a su patria. Miles de cubanos, enterrados en disímiles lugares. Mezclados con tierras ajenas que los cobijaron de vivos y los acunan de muertos. Miles de cubanos que quedaron esperando por sus zapatos.
A todos ellos les debemos respeto y una infinita gratitud por su amor a Cuba. A todos ellos, que murieron pensando regresar a su Isla.
Y, por supuesto, a la memoria de mi abuela.
El
día que Cuba sea libre yo no quiero más que una cosa: un par de zapatos.
Por Agustín Tamargo
El
día que Cuba sea libre yo no quiero más que una
cosa: un par de zapatos. Es poco, pero no necesito más. Otros quieren que les
devuelvan lo que les quitaron. Yo no. A mí no me quitaron nada, es decir, me lo
quitaron todo, que era la Isla, pero si la Isla es libre, ya es mía otra vez. No
aspiro a nada más.
Quiero sí, sí, un
par de zapatos
para recorrerla de punta a punta. Necesito el
contacto físico con ella, necesito aspirar otra vez su olor y sentir su sabor.
Iré a Santiago. ¿Cómo era el color de Santiago? Iré a Trinidad. ¿Cuál era el
olor de trinidad? Iré a Caibarién.¿Cómo caían los aguaceros en Caibarién? Iré a
La Habana, a un cafetín de la calle Consulado, donde me reunía con amigos para
hablar de política y de poesía. Atravesaré el Parque Central (¡salud maestro!),
bajaré por Obispo, entraré en la Moderna Poesía a comprar un libro y llegaré
hasta un bar de los muelles donde me tomé tantas cervezas con Mijares, Labrador
Ruiz, Diago y Joaquín Texidor. Iré a un pueblo de Oriente donde me aguardan unas
tumbas de los que no me pudieron esperar. Esquivaré tres cosas: Tropicana,
Varadero y la revista Bohemia, pervertidas las tres por la tiranía. Visitaré
Baracoa, donde nunca estuve, cuyo Yunque, cuyas costas, he recorrido vagamente
en el mapa de las melancolías. Iré a Matanzas y a Camagüey, sin buscar a nada ni
a nadie, solo para ver. Iré a Guantánamo, donde hay una cerca que no quisiera
encontrarme. Iré a todas partes, solo o acompañado, conocido o desconocido,
despierto o soñando. Me echaré tierra de Cuba por la cabeza, me bañaré en el río
Chaparra, me comeré un caimito en Las Tunas, me tomaré un vaso de pru en Bayamo.
Y hablaré solo por las calles, de día y de noche, bañado en lágrimas, mientras
los muchachos callejeros gritarán: ¿De dónde salió ese loco? Loco, claro. Loco
tiene que estar el que soportó 46 años fuera de su casa, con la puerta cerrada
por dentro.
Por eso quiero un par de zapatos, nada más. Ella me dice: Tú,
como siempre, delirando. Ni esa Cuba es Cuba, ni Oriente ya se llama Oriente, ni
existe La Moderna Poesía, ni vas a encontrar sentados en un banco del Prado a
Lezama y a Víctor Manuel. Y yo le digo que no, que se equivoca. Que Cuba todavía
está allí. Que habrán cambiado las formas pero no la sustancia de las cosas. El
pandillón verduzco habrá desfigurado en lo físico a la Isla, habrá tratado de
profanar y cautivar la voluntad de los cubanos. Pero la Isla sigue indemne, a
pesar de todo. ¿No está allí el Malecón? ¿Se habrán comido los fidelistas el
Malecón? ¿No están allí la ceiba del Templete y el Parque de la Fraternidad?
¿Habrán talado los fidelistas la Ceiba del Templete y echado vacas en el Parque
de la Fraternidad? (Con estas gentes cualquier cosa es posible). Pero no. Todo
está allí, aguardando. Cambiado, mutilado, embarrado de la basura
idolátrico-caudillista, pero está allí. Intacto. Esperando por quien lo mire
otra vez con la mirada del amor, que es la única que hace vivir.
¿Estará
igualmente intacta el alma de los cubanos? Yo también creo que sí, yo quiero
creer que sí. La dictadura ha querido transformarla a ella también pero no lo ha
conseguido. El cubano real se ha sumergido, se ha disfrazado, pero no ha
cambiado. Si la Casa Finzi existe todavía, con su alquiler de disfraces y trajes
de teatros, yo estoy seguro de que se ha hecho millonaria. Es la zafra de la
mitificación. En Cuba hay hoy disfraces de todo tipo: de patria o muerte, de
yankeegohome, de marxismo-leninismo, de comandante -en-jefe- ordene. Todo el
mundo se lleva el suyo de día y se lo quita por la noche. Son partes de la
diaria necesidad de sobrevivir. Se los ponen, me dicen, hasta algunos oficiales
del ejército, encima de los uniformes. Primum disfrazare, deinde filosofare.
¿Y el léxico? El léxico también se ha camaleonizado. Mayimbe quiere decir
delincuente autorizado. Integrado quiere decir oportunista. Jinetera significa
prostituta. Máximo líder quiere decir Máximo bribón. ¿Y la alegría de vivir? ¿Y
el comerse un mendrugo de pan amargo con la cara sonriente, virtud mundialmente
reconocida siempre en los cubanos? ¿Y el desprecio a los abusadores del poder y
a los traficantes de influencias? ¿Y la burla hiriente contra los pedantes?
Todo, todo está allí, solo que sumergido. Háblale a un cubano solo y te dirá una
cosa. Háblale a dos cubanos y ya te dicen cosas distintas. Junta tres cubanos,
junta mil, cien mil cubanos, y ya se forma una pachanga. Eso ha sido así siempre
y la dictadura lo sabe. La dictadura sabe que la gente la acata pero no la
quiere. Que le tienen miedo pero no la respetan. Por eso no deja a los cubanos
juntarse salvo estricto control policial. Si los dejan solos, se ponen enseguida
de acuerdo para usar dos armas feroces: la trompetilla y el choteo. De cada
concentración, salen cuadrillas irreverentes a deshogarse haciendo chistes sobre
las consignas que oyeron allí. Los mismos carnavales, cuando los hay, son una
fiesta de música y alegría pero también de burla. En cuanto el ron suelta las
lenguas los cubanos terminan recordándole la madre al jorocón que les tiene el
pie encima.
Por eso yo quiero volver a Cuba en cuanto Cuba sea libre, sin
ninguna demora. En el primer barco, en el primer avión. Para sumergirme otra vez
en esa energía vital y humana de nuestro pueblo cuya carencia es la que no deja
al exiliado vivir, aunque lo tenga todo. Por eso yo quiero mi par de zapatos.
Para recorrer la isla desde San Antonio a Maisí. Para apretarla contra mi pecho.
Para apurruñarla. ¿Lo demás? Lo demás se lo dejo al que lo quiera, aquí o allá,
casas, puestos, todo esa basura. Al cubano verdadero que se muere de nostalgia
fuera de su tierra le basta para vivir con el regreso. Aunque allí no tenga más
que un vaso de guarapo y un banco en el Parque Central.
Pero, desde luego,
sin policías.
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