Mis amigos y yo decidimos ir ese día a un restaurante en pesos cubanos. Me habían dicho que en La Habana ya existía un pequeño grupo de lugares en los que se podía pagar en moneda nacional. Y el antiguo Club 21 era uno de ellos. Quisieron invitarme, tener conmigo un gesto de correspondencia, no obstante que sus salarios –y hablo de tres profesionales de la Literatura- no les permitía esos lujos. Pero yo estaba de visita, era noviembre de 2009 y nadie sabía cuándo iría de nuevo.
En el menú, una sorpresa: ¡bistéc de palomilla! Sólo había llegado Ángela, mis otros amigos todavía no se aparecían. Llena de terror, Ángela le preguntó al camarero si podía apartar cuatro bisteces, ante el temor que el suculento plato se acabara. La respuesta me dejó más anonadada que la petición: “No, no puedo, porque cuando se acaben los bisteces y le diga a la gente que ya no hay y, después, saque los de uds, me voy a buscar tremendo lío. Les sirvo ahora a uds. dos y después que sus amigos coman lo que haya o se esperan y si se acaban, mala suerte”.
Me ataqué de la risa. Ángela, estupefacta, me dijo: “No sé de qué te ríes”. ¿Cómo explicarle que en cualquier lugar del mundo, en un restaurant, es muy, pero que muy difícil, que se acabe un plato? ¿Cómo decirle que el “suculento” bistéc me era totalmente indiferente, porque lo como muy a menudo? ¿Sería pertinente hacerle ver el absurdo alimenticio de un país donde, si no llegas a la hora en que abren los establecimientos, se acaba la comida? ¿Para qué entrar en discusiones, ante su manifiesta angustia por la posible ausencia del bistéc? Me encogí de hombros y entre risa y risa, le dije: “Me tengo que reír porque yo mañana regreso a México”. Entendió perfectamente lo que encerraba esa frase y no insistió, pero siguió acongojada ante la impuntualidad de los amigos y la muy cercana posibilidad de no comer bistéc.
Salimos como a las tres de la tarde. A esa hora, ni sombra del codiciado manjar pero, por suerte, el resto del grupo había llegado a tiempo –casi casi tuvimos que correr detrás del camarero y arrancarle de las manos unos escuálidos y resecos trozos de carne. Pero en la esquina, en un restaurante en CUC, las mesas estaban rebosantes de palomillas y todos sus primos y hermanos.
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