Más aún, la propia Constitución cubana de 1976, reformada en 1992 y 2002, contiene aspectos liberales: ahí se defienden principios como el gobierno representativo, la división de poderes, la libertad de cultos, el derecho a la libre expresión, siempre y cuando sea dentro de las instituciones del Estado y nunca en contra del sistema socialista. Sin embargo, el eje del vasto e ineludible legado del pensamiento liberal, que es la representación política, está ahí. Como estaba en Marx, quien, en el retrato reciente de Francis Wheen, fue durante toda su vida un crítico y un opositor del absolutismo estatal y de todo tipo de censura o trabas a la libertad de movimiento y asociación. Ese Marx liberal forma parte de las lenguas prohibidas en Cuba.
La crítica del Estado
Cuando la Constitución cubana establece que las libertades públicas no pueden ser ejercidas contra el Estado está colocando a éste, el Estado, y no a la ciudadanía, como centro de la subjetivación política en Cuba. Cualquier reflexión teórica sobre el socialismo cubano y sus posibilidades de transformarse en una democracia soberana y equitativa tiene, por tanto, que colocar al Estado en el centro de sus interrogaciones críticas. Observado a la luz de esa entidad que, como decía Marx, es la más abstracta de las realidades, el socialismo cubano podría ser definido, no como una modalidad anticapitalista, sino como un tipo específico de capitalismo.
La ecuación capitalismo y Estado es un fenómeno nuevo, que, con diferentes aplicaciones, tiene lugar en China y Cuba, y frente al cual concurren las críticas del liberalismo y el marxismo. Walter Benjamin o Isaiah Berlin describirían el socialismo cubano actual como una variante del capitalismo, en la cual el Estado, sin dejar de controlar la mayor parte de la economía nacional, comienza a funcionar como una empresa, ya que sus ingresos provienen, fundamentalmente, del capitalismo global: las remesas que envía la comunidad emigrada, las inversiones de capital foráneo y dos modalidades de servicio, el turismo y los médicos y maestros “internacionalistas”, que también reportan ganancias provenientes de vecinas economías de mercado.
Un Estado como el cubano sería tan cuestionable desde el neomarxismo de Alain Badiou o Slavoj Zizek como desde el liberalismo de John Rawls o Giovanni Sartori. Un Estado así, cuya ideología oficial se aferra al concepto burgués de nación y cuya política económica y social ofrece tan pocas posibilidades de subjetivación autónoma para la ciudadanía, es la negación mutua de los legados marxista y liberal. De producirse una apertura de la esfera pública, en la isla, donde puedan circular todas las lenguas políticas contemporáneas, no sería extraño que más de un marxista y más de un liberal se pongan de acuerdo en la reforma de ese Estado.
Cuando un poder limita la circulación pública de ciertas lenguas busca obstruir el proceso por el cual las ideologías se socializan y transforman en políticas concretas. Al identificar con “capitalismo”, “neoliberalismo”, “derecha”, “reacción”, “conservadurismo”, “imperio” o “contrarrevolución” –término “confuso” del lenguaje bolchevique, como decía Benjamin- toda alternativa de conducción política o económica, diferente a la del actual gobierno cubano, aun aquellas ubicadas en la izquierda neomarxista, el socialismo democrático o la socialdemocracia, el régimen opera con una lógica rígidamente binaria.
Si las posibilidades se reducen a Washington o la Habana, el imperio o Cuba, capitalismo o socialismo, es más cómodo porque no es necesario definir de un modo sofisticado el socialismo ni admitir el grado de capitalización que acepta el Estado cubano. Quienes sin dejar de asumirse como socialistas, defienden cierto margen de privatización o una extensión de derechos civiles y políticos quedan, entonces, catalogados como “neoliberales”, “neoanexionistas” o “neocoloniales”. Así, el debate se simplifica y se criminaliza la construcción de prácticas políticas autónomas desde la impunidad del discurso hegemónico.
La respuesta más socorrida del gobierno cubano a sus críticos es que estos no son tales, que quien es crítico –del imperialismo, la globalización, el neoliberalismo…- es él y que sus críticos son oficialistas del “imperio”, el “capital” y la “CIA”. Al establecer una equivalencia entre esos contrarios –Cuba y el imperio- se sugiere que, para defenderse, Cuba debe prohibir la circulación de las lenguas imperiales en la isla, de la misma manera que el imperio prohíbe las lenguas cubanas en el mundo. Cuba queda entonces definida como un microcosmos socialista que reproduce, asimétricamente, las funciones simbólicas del campo socialista durante la Guerra Fría.
La brutal disolución de matices que genera esa antinomia impide comprender, por ejemplo, el fenómeno de la intensa rearticulación teórica del neomarxismo en los últimos veinte años o la emergencia de una oposición de izquierda al socialismo cubano, dentro y fuera de la isla. La profusión de discursos afines o partidarios del gobierno cubano en el mundo –desde la academia norteamericana hasta las izquierdas latinoamericanas, pasando por importantes sectores de la opinión pública europea- es la mejor refutación de la supuesta prohibición de lenguas cubanas en el imperio –este último entendido a la manera de Hardt y Negri, no de Hart o Prieto.
La simetría entre esas entidades –Cuba y el imperio- es, por tanto, insostenible desde un punto de vista neomarxista, ya que imperio es un concepto que no puede constreñirse a un gobierno con el cual se sostiene un diferendo diplomático de medio siglo. La funcionalidad de esa construcción es meramente retórica, toda vez que refuerza la idea de que las limitaciones a derechos civiles y políticos en la isla responden a un mecanismo defensivo. Los obstáculos a la circulación de lenguas públicas en Cuba no están determinados por el imperativo de la defensa sino del control. Es otro concepto de soberanía, no el que se asocia a la autodeterminación del Estado, el que está amenazado. No es la soberanía de la nación sino la del poder la que está en juego: su capacidad, como diría Agamben, para hacer del estado de emergencia una norma perpetua.
Es interesante observar en los debates con intelectuales oficiales que estos últimos no aceptan esa definición y tampoco reconocen la identidad opositora de sus adversarios. El oficialismo, como decíamos, presenta a la oposición como oficialista de otro poder –“Washington”, el “imperio”, la “mafia anticubana y terrorista de Miami”- y, al mismo tiempo, se presenta a sí mismo, no como partidario de un gobierno concreto sino como defensor de un proceso histórico, en el que se funden gobierno y pueblo, llamado “Revolución” o “Socialismo”. Estos conceptos y su antinomia –“contrarrevolución”- funcionan en el discurso oficial como abstracciones que permiten desdibujar las identidades gubernamentales y opositoras de los actores.
Es cierto que, en esos debates, los opositores pierden de vista, con frecuencia, que la intelectualidad autodenominada socialista no es homogénea y tiene distintos niveles de relación con los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Pero tampoco es menos cierto que las reacciones oficiales contra intelectuales críticos u opositores parten de la definición de estos como sujetos antinacionales y subordinados a una entidad ficticia, toda vez que el exilio es, también, una comunidad sumamente diversa, que carece de gobierno. Las políticas profesionales y partidistas del exilio, que tienen que ver, sobre todo, con viejas agrupaciones anticomunistas y con la nueva clase política cubanoamericana, poseen muy débiles relaciones con los sectores académicos e intelectuales de la diáspora. El contacto de estos últimos con instituciones del gobierno de Estados Unidos o de cualquier gobierno de Europa o América Latina es más tenue, por ejemplo, que el que sostienen las asociaciones del lobby antiembargo en Estados Unidos, casi todas acríticamente partidarias del gobierno cubano.
La existencia de muchos intelectuales y académicos cubanos, fuera de la isla, críticos del embargo y favorables a una normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba es la mejor muestra de que los exiliados no son una comunidad subordinada a Washington. La lógica binaria del discurso oficial se deshace ante los altos índices de exiliados cubanos que desean un cambio en la política de Estados Unidos hacia Cuba y, a la vez, un cambio del régimen actual y su transición hacia una democracia soberana y equitativa. Con frecuencia, las encuestas elaboradas en Miami no reflejan este último aspecto y tampoco toman en cuenta a exiliados de otras latitudes, como Europa y América Latina. De hacerse un ejercicio de esa naturaleza, tal vez podría constatarse que la mayoría de los cubanos, fuera de la isla, desea un cambio político, aunque permanezca dividida sobre la mejor manera de promoverlo.
Las caricaturas y estereotipos sobre el exilio, construidas por el discurso oficial, responden a la necesidad de un enemigo público para la subsistencia del régimen. Dado que la Revolución se presenta como una entidad eterna o imperecedera, ese enemigo debe poseer las tres dimensiones temporales: pasado, presente y futuro. Es frecuente, por ejemplo, que el discurso oficial cancele la posibilidad de un futuro socialdemócrata, democristiano o liberal para Cuba con la idea de que la isla ya experimentó todas esas ideologías en el pasado.
Es cierto que antes de 1959 circularon, en Cuba, ideas liberales, socialdemócratas y democristianas, pero esas ideologías políticas se han desarrollado mucho más en el último medio siglo que en la primera mitad del XX, cuando la polarización entre fascismo y comunismo limitó el espectro ideológico occidental. La idea de que la adopción del “marxismo-leninismo martiano” es resultado de la experiencia fallida de todas las ideologías modernas, en Cuba, es un montaje del discurso oficial que parte del presupuesto ahistórico de que el desarrollo de esas ideologías no dio más de sí y se agotó entre 1902 y 1959. Reconocer la diversidad ideológica del pasado es preferible a la homogeneización doctrinal que se practicó en las primeras décadas revolucionarias, pero tal reconocimiento seguirá siendo cuestionable mientras no se transfiera, también, al presente y el futuro de la isla.
Cualquier dispositivo simbólico de captura de las soberanías políticas y sociabilidades ideológicas, en el pasado, el presente y el futuro de Cuba, es criticable. En el caso cubano, ese cuestionamiento del discurso hegemónico pasa por una crítica del Estado, que es la entidad limitadora de todas las soberanías y sociabilidades posibles. Desde el neomarxismo, es frecuente el argumento de que la crítica no debe ser a un Estado sino a todos los Estados, a un capitalismo sino a todos los capitalismos. Pero las condiciones históricas de la Cuba actual demandan una proyección concreta de los horizontes teóricos. En la isla, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos que experimentaron el ajuste neoliberal de los 90, sobra Estado y falta Mercado. La crítica del Estado, en Cuba, es, de hecho, una necesidad del propio cuestionamiento de los mecanismos de capitalización económica propios de un orden totalitario.
La crítica del Estado es, por otra parte, la única posibilidad de abrir los futuros de Cuba a la elección racional de sus ciudadanos. La heterogeneidad cultural de la comunidad cubana, dentro y fuera de la isla, demanda una reconstrucción profunda de las instituciones políticas del país que conduzca al diseño de un sistema más representativo. Pero para que esa reconstrucción se produzca es necesario que los futuros de Cuba comiencen a ser entendidos como modelos simultáneos y no como opciones excluyentes. No existen uno o dos, sino muchos futuros cubanos: tantos como ideologías y políticas producen, día a día, los ciudadanos de la isla y el exilio. Esos futuros demandan el reconocimiento de sus legitimidades como premisa de un nuevo contrato social.
La democracia no debería ser vista como una nueva meta en la historia de Cuba que, al igual que la Revolución hace medio siglo, virará al revés el mundo cubano. La democracia, si quiere ser justa y perdurable, debería intentarse como el punto de partida de ese nuevo contrato social. Un pacto democrático que garantice la libre circulación de todos los discursos y todas las prácticas, en la isla, podría ser la antesala de un proceso de construcción republicana, caracterizado por la inclusión y el pluralismo. El libre tránsito de esas lenguas y esas hablas hará visibles a los sujetos que las articulan y permitirá el reconocimiento de las diversas políticas que constituyen la ciudadanía. A partir de entonces, tal vez pueda desterrarse la dañina costumbre de que unos cubanos excluyan y repriman a otros bajo el infamante cargo de “anticubanía.
TOMADO DE: http://www.otrolunes.com/hemeroteca-ol/numero-11/html/este-lunes/este-lunes-n11-a01-p01-2010.html
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