Pitibuchi ha aparecido hoy, agosto del 2007. Y aunque nació hace tiempo, en La Habana, sólo ahora se decidió a compartir sus ideas y escritos. Aquí hablaré de Literatura, de cine, de Arte, de museos y -¿ por qué no?- de la vida.
QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.
REVISTA AEDA
viernes, 5 de marzo de 2010
NOVELÍSTICA CUBANA ACTUAL
CUANDO REGRESAN LOS HERALDOS NEGROS DE LA AURORA
o una épica de la eticidad intelectual
por Gina Picart
Hace algunos años asistí a la lectura pública de un relato donde un hombre negro, en pleno período especial, atravesaba varias calles marginales de La Habana arrastrando un colchón en travesía no menos agónica que el regreso de Odiseo a Ítaca. Aquel cuento tenía un sabor tan auténtico —perfectamente reconocible para mí tras largos años de corresponsalía periodística en un municipio como Centro Habana— que nunca olvidé la imagen. Ahora, cuando vi la portada de la novela La soledad del tiempo, del escritor habanero Alberto Guerra Naranjo —el mismo, sí, de aquel tremendo cuento del colchón—, quedé un tanto desconcertada: el torso desnudo de un hombre negro con un libro bajo el brazo, en un raro escorzo de espaldas, como la fuga del Loco en el Tarot. Qué extraño —pensé—, tratándose de una casa editorial que se caracteriza por la elaboración de sus diseños de portada. Me pregunté si iba a leer algo sobre marginales en el período especial, pecio temático a caballo entre la picaresca española, el costumbrismo nacional posrevolucionario y el incontrolable deseo de hacerse notar que sacude a tantos escritores nuestros como una cabalgata de valkirias rumberas. Pero yo sabía que la obra había tenido, caso raro, una nutrida y buena crítica, y sé también que Guerra ha ganado limpiamente su lugar entre los mejores escritores de esta Isla. Aún así, ¿por qué ese diseño y no otro? ¿Se trataría de una concesión…?
No lo es. Esa portada, conceptual más que decorativa, resulta una diana estremecedora como he oído sonar pocas dentro de la literatura cubana de hace décadas, y el pórtico natural para la historia que narra la novela. Llevo mucho tiempo sin encontrar una novela cubana escrita a corazón abierto; casi todas las que pasan por mis manos son más bien ensembles de pitos y matracas que poca o ninguna relación tienen en profundidad con la tan cacareada actualidad nacional. Además, La soledad del tiempo trata un tema singular: el racismo intelectual en la Cuba de hoy, y además de estar tremendamente bien escrita desde la perspectiva del manejo del idioma y de las técnicas narrativas, tiene en los planos de la emoción carne y sangre de verdad, y en los temáticos explora zonas donde hasta ahora no tengo noticia de que otros hayan incursionado de un modo tan visceral: la dinámica de la jungla literaria habanera escudriñada sin ninguna piedad desde su propio interior, como si un feto avispado describiera el útero que incómodamente lo contiene.
Sergio Navarro, un joven negro que es escritor en el sentido en que se posee esa condición por derecho natural y no como don cuestionable adjudicado por sistemas, instituciones o personalidades icónicas, quiere vivir como tal. Pobre y humilde, mantiene una estrecha amistad con M.G. un hombre blanco, gerente de una firma, con quien comparte la aspiración capital de su vida. M.G., aunque se mueve en niveles de mayor jerarquía económica que el negro Navarro, y a pesar de su tupé y sus habilidades mundanas, está tan lejos como el otro de disfrutar del estatus de escritor oficialmente reconocido —que al parecer, solo se alcanza mediante el espaldarazo de esa especie de “hacedor de ángeles” llamado Emilio Varona, escritor de una generación anterior devenido representante de la oficialidad letrada—, y su puesto codiciable no lo salva de tener una esposa en Artemisa, con la que pasa los fines de semana tristemente sumergido en un ambiente familiar de matanzas de puercos, rones y jolgorio campestre que le es ajeno y le repugna. Los dos amigos, cada cual desesperado a su manera, tienen puestas todas sus esperanzas en la escritura para alcanzar esa especie de trascendencia que, suponen, cae como manto divino sobre quienes triunfen en la arena de las letras. Para ello es imprescindible obtener el reconocimiento y el apoyo de Varona, ganar grandes premios, conocer editores extranjeros, penetrar el mercado de allende los mares y entrar a formar parte de ese Olimpo de agraciados autores de best sellers que ya nunca vuelven a padecer los apremios de la miseria. Pero, como en toda estructura narrativa que mantenga el vínculo raigal y precioso con la tradición ancestral de contar —en este caso la plantilla se revela, concretamente, como la estructura de la búsqueda del objeto mágico emprendida por el héroe—, tanto Sergio como su amigo M.G, aspirantes a héroes literarios, tienen que pasar por varias pruebas iniciáticas antes de arribar a la meta. La primera de ellas consiste en lograr que sus nombres sean incluidos por Emilio Varona en la lista pública de jóvenes escritores “de primera línea” a quienes el patriarca de la pluma “protege” y promueve, y sobre cuyas carreras literarias vela, supuestamente, como un gurú sobre su fiel rebaño discipular. Recompensa: la bendición del Papa Varona I, que abre las puertas de la Trascendencia, la Posteridad, la Inmortalidad, la divisa y… el avión.
Pero el cielo de los escritores es pequeño y muy estrecho su umbral; siempre serán numerosos los llamados y pocos los elegidos, y ser pobre no garantiza prioridad para pasar por el ojo de la aguja. Es más bien al contrario: cuando llega un pobre (¿o un negro, o una mujer?) con talento, la cabrona puerta, como animada por una perversa inteligencia artificial, se afina, se achica hasta casi volverse invisible…Y la competencia por alcanzar el Reino se torna despiadada, se hace cruel. Y es aquí donde asoma para el lector avisado el auténtico núcleo basáltico de esta novela cuya densidad la hace tan semejante a la vida: la historia de Sergio Navarro, el negro genial, y su amigo blanco M.G. aspirador eterno a sobrepasarlo en la medida intelectual, ambos contendiendo por el caldero mágico (aquí, la consagración literaria y sus consecuencias felices), ha sido construida sobre uno de los más antiguos mitos de la Humanidad: la historia de Caín y Abel, los hermanos entre quienes la preferencia de Dios sembró la discordia, la muerte y el eterno peregrinaje del alma. Pero la tragedia de La soledad del tiempo es menos bíblica, menos épica y mucho menos poética, está como rebajada en sus tintas por la mezquindad del conflicto: en sus páginas no se disputa el amor de Dios, motivo más que elevado que aunque no justifique el derramamiento de sangre lo vuelve comprensible, sino la preferencia de una representante literaria y la tajada de una beca en Berlín. Para Sergio el genial y el mediocre M.G., entes abstractos y representativos de su medio, el Dios de los Ejércitos de la leyenda lleva faldas, tiene la cara de la alemana Sassa Eissmann y su mano, en lugar de trazar sobre sus cabezas el mudra de la Bendición, les ofrece un contrato editorial. Pero solo para uno de los dos. ¿Ganará el mejor?
Nunca vi retratadas con más fidelidad en una novela cubana, ni siquiera en un cuento, las siete angustias icónicas del escritor cubano (OJO: ocho para las escritoras); —¡ah, el septenario ontológico!—: He aquí la lista: UNO -el laboreo mezquino y pocas veces afín a la condición de escritor, que obliga al sujeto a amarrarse ocho horas diarias a un escritorio haciendo numeritos o cualquier otra porquería, o a destrozarse las manos en una carpintería, o a limpiar casas o a custodiar inmuebles de madrugada, mientras bullen historias dentro del cráneo y se intenta rapiñar unas horas a la noche para escribir unas cuartillas que casi siempre terminan en la basura, porque el cansancio venció a la vocación. DOS -la llaga viva de no ver un texto propio publicado mientras otros a quienes se sabe escribidores falsos cruzan en ascenso veloz rumbo al altar de la minúscula gloria nacional. TRES -el Gólgota de los concursos literarios, con sus tríadas de jurados impunes a quienes nadie exige la libra de carne por tanta pifia repetida que llena de bubas el rostro de la literatura nacional. CUATRO -la hostil agitación del gremio, ese hormiguero pululante de los mil laberintos donde se constituye en ciencia el aprender a orientarse para no equivocarse de ruta, so pena de no hallar nunca a los protectores precisos o al grupo “generacional” que arropa al individuo como una crisálida colectiva, y a cuya maternal temperatura va creciendo la larva de muchas cabezas, debidamente protegida contra los vientos arrancamáscaras que soplan desde direcciones inconvenientes. CINCO: los cabezazos estériles contra el muro que nos separa de la bibliografía actualizada, y de otras fuentes de información que en otras latitudes están al alcance de cualquiera. SEIS: la larga ensoñación cerebelosa, seguida de una búsqueda casi siempre infructuosa y que, gracias a alguna rarísima bocanada de suerte, puede culminar en el hallazgo de un editor o un representante literario venido del más allá al safari de talentos en la selva tercermundista y caribeña, seguido a su vez del forcejeo, las más de las veces impúdico, para impedir que algún colega nos robe la atención de ese príncipe azul que trae en su frente, a manera de corola de luz, el sello indeleble de una editorial extranjera. SIETE –la jabita de la bodega, de la que, cualquiera sea su variante, al final solo se libran uno o dos elegidos, no importa cuántos premios, posters y doctorados se llegue a atesorar en el currículum: la jabita siempre estará aguardándonos al final del camino a casi todos por igual, como una maldición sin redención. La octava angustia, la de las escritoras, por pertenecer a cierta parte de la vida solo visible para la interesada, mejor no la menciono, pero conste que guarda relación con los inconvenientes de la castidad.
Guerra es un escritor que no da palos de ciego, no se queda en “el traje” que tanto preocupaba a Alejo Carpentier, un grande de la literatura universal que renegaba de su ópera prima por considerarla inmadura —una pena que nadie quiera hoy reflexionar sobre su ejemplo—. Guerra, fecundo en recursos narrativos, nunca pierde las riendas en su empeño. Sabe muy bien lo que quiere y hasta dónde se propone llegar, y como posee un pulso tan seguro puede darse el lujo de emplear un narrador circular, de repetir frases sin que el resultado se parezca, como sucede en tantos otros escritores, al discurso cacófono de un ebrio vulgar o de un disléxico, sino al reflejo de la duda, que confiere un flujo peculiar a la conciencia, la duda que acelera el pensamiento y lo fragmenta y vuelve atrás y regresa y salta hacia delante en un intento por ordenar las caóticas voces del murmullo interior. Leyendo a Guerra, uno puede seguir los vaivenes del espíritu de sus personajes, las fluctuaciones de sus conflictos éticos y sus deseos más secretos. Sus personajes no solo están bien caracterizados psicológicamente, sino se impregnan de una humanidad que saben trasmitir con eficacia, llevando hasta sus últimas consecuencias las facultades de la ficción: inducir en el lector una transustanciación de identidad.
Y es, tal vez, en la densidad y la grandeza humana y literaria del discurso de personajes donde Guerra alcanza su máximo esplendor —una estatura que recuerda a los maestros decimonónicos por su intensidad, vehemencia y connotación ético-filosófica—. La soledad del tiempo tiene varios momentos memorables, por imantados e imantadores de nuestra realidad. ¿Quién podrá olvidar el capítulo titulado “El Mesías”, donde un Sergio Navarro ya irremisiblemente derrotado —desde la perspectiva de los valores de un Emilio Varona y comparsa, por supuesto— predica a los nada receptivos pasajeros de un ómnibus como si fuera un Cristo negro de pie sobre las aguas? Mientras leía esas páginas recordé vivamente aquella escena del filme Suite Habana, del realizador Fernando Pérez, donde la cámara toma en picado a una multitud que baila, totalmente olvidada de Dios, al son de una orquesta en La Tropical, mientras la música de fondo se funde con un Ave María legendario. Es la misma piedad ecuménica, el mismo dolor del creador-personaje por la disolución del alma colectiva en las oscuras aguas de un concepto de patria tejido con consignas, orquestas y otros vampirismos del discernimiento. Leía esas páginas de Guerra y acudía sin cesar a mi mente la voz del que clama en el desierto. Solo que si La soledad del tiempo hace en sus lectores un efecto siquiera similar al que causó en mí, un efecto así, medianamente inquietante y desasosegador, el creador está lejos de haber lanzado su reclamo al vacío.
Otro momento para mí memorable —porque tuvo resonancias demasiado personales— fue el viaje de Sergio a Guadalajara tras haber obtenido un premio literario muy importante (que no le concedió Varona, lo cual, por cierto, equivale a escurrirse entre las patas del Diablo). Cada palabra, cada sílaba, cada fonema de los días mexicanos de Sergio Navarro me hicieron revivir mi propia experiencia en la Feria del Libro de Guadalajara porque, como Sergio, yo también arribé luego de tres aviones a un aeropuerto donde nadie me esperaba, y también tuve miedo de los taxis donde un turista puede ser secuestrado, y también escuché la misteriosa voz de los altoparlantes, llena de advertencias para el recién llegado. Soy una mujer blanca, pero soy una escritora y sé muy bien que Guerra no exageró una sola vez al narrar la odisea de su personaje, su aplastante tristeza al verse confundido entre una multitud ante la que diserta Emilio Varona sobre los jóvenes escritores cubanos “de primera línea” y donde, a pesar del premio que Sergio ha ganado y que lo ha llevado a esa butaca que ahora ocupa en el fondo del salón donde diserta Varona, sigue siendo un escritor invisible, porque aún allí, frente a la concurrencia que los rodea a los dos, Varona sigue negándose a incluir el nombre de Sergio Navarro en la lista de los que cuentan en la joven literatura cubana. Sergio solo resulta visible porque es negro, porque los mexicanos lo confunden cordialmente con un deportista, porque las mexicanas lo quieren de amante. ¿No se encuentra aquí una parábola de la invisibilidad que pesa sobre cualquier escritor de cualquier parte del mundo mientras la crítica no pronuncie su nombre? Así es de poderosa la crítica literaria: no importa que el escritor dedique toda su vida y toda su energía durante años a hacer una buena obra, una respetable obra: si el benefactor o el crítico, o ambos inclusive, no quieren pronunciar su nombre, aunque piense cartesianamente, el autor no existe ni existirá hasta que los tipos clave del negocio se dignen reconocer públicamente su existencia. Hasta que le digan, condescendientes y desdeñosos: “Hay hoy mucha gente en Versalles”. Estas páginas de Guerra son como un foco rojo proyectado sobre el silencio cómplice y culpable de la crítica dedicada a enaltecer el fraude y silenciar el talento. La crítica vasalla, la crítica bandida, la deshonesta que tan a menudo padecemos.
Otro momento que brilla por su lucidez es cuando en sus soliloquios el negro Navarro enjuicia a los Novísimos, esgrimiendo en sus oscuras manos, que no son precisamente las del olvido, el arma mortal de su juicio tan certero como implacable sobre un fenómeno ocurrido en la literatura cubana, cuando en medio del período especial la colección Pinos Nuevos hizo su aparición con dieciocho autores noveles en la sección de narrativa, casi todos publicando por primera vez, cuyo discurso, según ellos mismos anunciaban, pretendía remediar el silencio culpable de la prensa ante la realidad cubana del momento, detonar el idioma, sepultar a todo escritor en aquel entonces de más de cuarenta años, etc.... También estuve presente, una tarde de 1994, en la presentación de aquella colección de narrativa en Pabexpo, y recuerdo perfectamente cómo uno de los panelistas afirmó, envuelto en vapores etílicos, que aquellos dieciocho narradores se ufanaban de “escribir mal”, además de ser francotiradores completamente involucrados en el ajuste de cuentas de la sociedad frente a la realidad nacional. Y los llamó generación. Dieciséis años después de aquel discurso vergonzoso, la mitad de los Novísimos reside fuera de Cuba, mientras la otra mitad sigue en la isla; de aquellos dieciocho al menos cuatro, hasta donde recuerdo ahora mismo, son hoy premios Carpentier, premios UNEAC, premios de la Crítica, y no en todos los casos han sido laureados por escribir mal; al menos la mitad de la mitad siguieron trayectorias absolutamente personales desligándose de toda marca grupal; de esos dieciocho narradores surgieron al menos dos de los actuales “raros” de la literatura cubana, con poéticas enraizadas en vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX y aspiraciones de universalidad, y que, sin embargo, no han declinado escribir sobre su país con estilos donde aquel cacareado desaliño no ha tenido cabida. ¡Cuántos vaticinios falsos! ¡Cuántos falsos profetas han quedado en ridículo! La soledad del tiempo da testimonio de ello. Si alguien quiere entender qué fueron y qué no fueron los Novísimos, que lea esta novela. Nunca lo he visto mejor explicado. Nunca lo he visto mejor revelado.
Para terminar, quiero llamar la atención sobre la habilidad que demuestra Guerra para introducir en su estilo, por definición realista y canónico, el plano simbólico y asombrosos recursos propios de la literatura fantástica, lo que le convierte, al menos ante mis ojos, en una especie de héroe, porque son muy pocos los escritores cubanos que se empeñan (y pueden hacerlo) en esos difíciles malabares del oficio de un modo completamente exitoso. La fusión de planos y claves semióticos siempre han sido algo así como la prueba del guisante para quienes aspiramos a una consagración en el mundo entre místico y sagrado del arte literario.
Creo, sinceramente, que Alberto Guerra es uno de esos escritores que no juegan con la literatura, ni hacen de ella un mero taburete sin otra función que la de ayudarlos a convertirse en falsos dioses Varona o en cainescos M.G., sino uno de esos creadores que trabaja en serio para cambiar el mundo, pero sobre todo para obligar a los seres humanos a mirarse por dentro sin las alegres y edulcorantes gafas de la egolatría y la autocomplacencia. Viéndolo desde esa perspectiva, afirmo que La soledad del tiempo es una de las mejores y más significativas novelas de tema cubano que se hayan escrito en este país durante las últimas décadas —otra es para mí Desde los blancos manicomios, de Margarita Mateo Palmer, felizmente Premio Carpentier de novela y Premio de la Crítica, ambas curiosamente enfocadas en el referente de la demencia—, y me pregunto si el poco tiempo que separa la publicación de estas dos obras, tal vez gestadas en lapso semejante, anuncia para la novelística cubana una nueva época más luminosa y prometedora, más dignamente reflexiva sobre nuestra lacerada condición humana.
Pero la pregunta que literalmente me rompe la cabeza es esta: ¿Por qué La soledad del tiempo no obtuvo el Premio Carpentier dos años atrás, cuando el certamen fue incomprensiblemente declarado desierto? ¿Será porque en esas páginas denuncia un hombre negro desde su negritud…, o porque grita muchas de esas verdades que tanto nos gusta esconder tras la cortina de un silencio oportunista y cómplice…, o porque resulta demasiado cuestionadora y, como tal, compromete…, o porque arremete contra los intelectuales que pretenden silbar los toros desde la barrera…? ¿Cuál habrá sido el motivo…? No será, supongo, por la locura final del héroe, puesto que ya sabemos desde El Quijote que aunque entre los poetas y los locos que descienden al Infierno solo los locos no vuelven, cuando consiguen regresar siquiera a medias como lo hizo Sergio Navarro —trasmutado en antorcha—, se pueden convertir en los heraldos negros de la Luz.
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