QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

lunes, 27 de abril de 2009

LA MILAGROSA

Todos los cubanos conocemos una de las leyendas urbanas más hermosas: la historia de Amelia, La Milagrosa, aquella mujer que se convirtió en enigma y esperanza.
Este cuento lo escribí hace ya algunos años y fue publicado en la revista del Arzobispado de La Habana. Tengo que confesar que es uno de mis relatos más queridos, a pesar del tiempo.

LA MILAGROSA
Fue noche y las estrellas bajaron a su oído. El dolor había casi desaparecido para dejarse arrastrar a la frontera con la nada.Apenas pudo comprender el balbuceo de los astros. Un corredor se extendía, le mostraba un terreno iluminado por lámparas fijas en las paredes. Preciso en sus magnitudes, el corredor se delineaba entre pautas de un sentido oculto, carente de imágenes,significaciones, deseos. ìNo entiendo!- susurraba su voz y las manos aferraban espacios habitados por espectros. Muy lejos, creyó percibir la palabra Muerto. En su no presencia se le escapaba el sentido de la frase y el dolor se hacía vida cuando latía en su memoria. Por el corredor lloraba un bebito, lo veía, lo figuraba, pero ni siquiera le podía extender los brazos. ìSangre, sangre!- imploraba.- ¡ Miren a mi bebé, allí, en el espacio!. ìEs el delirio!- murmuraban las voces a su alrededor. Pero las formas eran tan vívidas en su desamparo que creía estar inmersa en la realidad y no en el delirio, en ese impreciso de los sueños humanos. El niño persistía en su llanto, a veces más fuerte, en ocasiones apagado, como si la distancia quisiera borrarle el tiempo, los tiernos contornos de su configuración. El corredor se alargaba y sus piernas le pesaban tanto que no podía ya ni siquiera gemir. Se revolcaba entonces con todas sus fuerzas aunque la realidad era más débil: apenas leves estremecimientos recorrían su cuerpo. ìDios mío, ayúdala! - creyó , en un instante, que alguien gritó . Sin saber todavía la razón de su miedo, tuvo un flechazo de lucidez . Comprendió que el bebé no estaba en el corredor. Comprendió que no lloraba. ìMi niño!- y más que un grito, parecía un estertor.Los llantos y plegarias se le revelaron con una persistencia clara dentro de sus tinieblas. Algo estaba sucediendo y ella era el centro. Abrió bien los ojos y su mirada pudo apenas entrever un cuerpecito impersonal a su lado. Los brazos iniciaron un movimiento protector en el mismo instante en que el corredor apagó sus luces.


Volvió la hoja y el tiempo se hizo quimeras. En la lejanía escuchó su nombre o la inaudita repetición de su nombre. O no escuchó nada. El atardecer le devolvía una figura irrepetible, extraviada entre la vida. Miró desde lejos, desde siempre. Y creyó volver la hoja y que el tiempo le servía de cobija. Ilusiones.

A esa hora, el sol no desaparecía, sencillamente se apagaba. El trópico es así : un enorme círculo de fuego que desata sus cordones y se hunde en el mar. Por un instante, el agua retoma el rojizo preludio de la muerte para transformarse, decisivamente, en la negrura de la nada. Pero existe un lapso de inacción donde nada es negro y todo deja de ser rojo. Fue en ese instante cuando volvió la hoja para que sus ojos se separaran del libro que leía, de la tarde negro-rojiza, de aquellas piedras que tanto despertara sus ilusiones. Su cabeza fue envuelta por apariciones, voces que venían de no sabía dónde. No, ni lo sabría jamás. Quién puede estudiar el subconsciente si el humano mismo es un ser desterrado de actos. Eran apariciones. Eran voces. Quizás alguien estuviera muriendo ahora. Pero el triángulo existía y nunca pensó en burlarse tanto de la geometría. Dos era su número incierto. Tres, el fatídico. Pero no estaba segura de que el uno fuera su número de la suerte. Sólo permanecían aquellas piedras, el sol que se ocultaba, el libro y ella, porque las figuraciones habían huído y oh, Dios, el uno, la soledad, volvía a ser su martirio.


Cuando el uno dejaba de ser martirio renacía la esperanza. Como un temblor le crecía de adentro y sabía entonces que el uno podía ser alegría. Los sueños fueron desterrados, uno a uno, o de golpe, pero subsistía aquel paso a la nada que se repetía, noche tras noche, en un abismo sin deducciones.Se podía creer en Dios sin sentir su mano adusta y su salvación . Pero cuando Dios era carne, sobresalto y deducción, la creencia se transformaba en destino. Intuía su destino y trataba de alejarlo por temor a la demencia. ìAbro mi corazón, oh Dios, hacia el uno que crece desde mis plantas!. Un día sería el dolor y estaría en la frontera misma del algo, del quizás, del nunca. Cuando Dios le tendiera el puente sus brazos no alcanzarían a sostener el peso de los anhelos. Y nadie sabría nunca cuántas dudas albergó antes, cuánto quiso envolver entre los pliegues de la incertidumbre aquel hijo que extraviaría en la noche, la asfixia y el desespero. ìAleja de mi los malos sueños. Reconforta mi corazón. No me dejes caer en el pecado de mi mente!. La plegaria era sonora porque su hijo la hacía movible desde sus deseos. Dios la observaría en su martirio. Estaría presente para convertirla en la imago perenne de los sueños. Otras envolverían a su hijo en los pliegues de la leyenda y los transformarían, definitivamente, en el milagro más duradero de aquella ciudad.



Sin saberlo aún, era la nada. Una aureola de sinrazones que cubría sus espacios. A su lado, La Presencia le mostraba en picada una cama vacía, un cuerpecito solitario y toda la podedumbre que envolvería el martirio. Hacia el infinito se encaminaban sus pasos, y la mano inmóvil de La Presencia se lo mostraba. Planos in crescendo, la certeza de una barba, del blanco como excusa, como zona introvertida a lo desconocido. Su niño ya no lloraba, su cuerpo ya no gemía y el uno la perseguía ahora con el convencimiento del fin. La Presencia era etérea en su interpretación del dolor y no podía siquiera asirse a la oportunidad de la compañía. No había silencio como tampoco había sonidos. Había, sencillamente, y la sola certeza de haber la colmaba de terror. Era la antesala de su ahogo y de la inercia de saberse vivo para estar muerto. ¿Quién era La Presencia?. Demasiado católica para negar la angustia del Diablo, temblaba ante la certeza, la probabilidad y el desatino. ¿Dnde estoy ? ¿ Por qué arriba ?. Se multiplicaban las preguntas, el temblor de su cuerpo todo que no estaba abajo, que no veía tampoco allí, encima, y que casi se fundía con La Presencia. Sus intuiciones eran pura fantasía. Se imponía una realidad mística, sobrecogedora y fatal. Se hizo la luz, un fogonazo que partió de La Presencia y su mano le señaló el cuerpo y el cuerpecito, la cama, el dolor, las plañideras voces de la familia, el crucifijo, la sangre. Sintió el abismo, el inicio de un ahogo. Aquí , el niño comenzó a llorar como pidiendo permiso; allá abajo eran el cadáver y el pequeño muertecito. Sus brazos se hicieron coraza.Quiso rebelarse, proteger a la nada que envolvía el tenue llanto aquí arriba. Quiso protestar. La Presencia le sonrió, por única vez, y dejó de ser etérea. Una paz inmensa le colmó los anhelos y comprendió, por primera y única vez, la razón del sacrificio. Tangible, el viento despeinó sus cabellos y la larga barba de La Presencia le acarició la frente.


Ya no había nadie. Estaba sola.El cuadro no era en picada sino, más bien, en horizontal. Extraño cuadro sin pintores, sin galerías ni público. Esta era la vida, la última, la que le arrebataban. Y nadie estaba ahí para ayudarla.En una burbuja fueron sepultadas sus últimas lágrimas. Sólo el pequeño cuerpo que exigía vida y su savia ilusionándolo en la premura del olvido. La desesperación no la cercaba ya. Pero tampoco la mansedumbre la oponía a la porción intrínseca de su yo. Era algo más, la certidumbre de la salvación eterna, más poderosa que su exigua imaginación. El uno la volvía a perseguir, se fundaba en el dos y la lanzaba a la infinitud. Infinitud era la cifra correcta. La ciudad le abría su espacio de leyenda mientras el aire escaseaba, el niño se alimentaba y la muerte corría las cortinas de la vida. Un amodorramiento doloroso la hizo comprender la existencia del miedo, del niño, de ese deseo otro por compartir una caricia, un beso, un roce. Acariciaba su pelito y la burbuja la guiaba sin prisas a la predestinación de las madres futuras, de los niños futuros, de los vientres que fertilizaría a costa de su vientre. Paredes intachables. El mismo espacio. Su pecho ardiente, su niño casi frío, sus manos asiendo la creación en la agonía de un grito.Su queja, a pesar de lo que intuyó junto a La Presencia .Su llanto por la vida, no la suya, al menos la de su niño.La tapa, el ataúd completo que la aislaba del mundo y la acercaba a Dios. Su niño. Oh, Señor, al menos mi niño.Lo acunó. Lo arrulló. Una mano abanicó su estertor cuando un rayo le indicó el camino, un largo corredor de luces y un llanto infantil al infinito.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Yamilet: Me gustó tu cuento, gracias por compartirlo.
¿Has leído algo de JOsé Luis Peixoto? Leí una entrevista de él y me cayó bien. Se me antoja leer algo de él.
Estamos en contacto. Un beso. Bea.

jaad dijo...

Bueno que lo hayas publicado de una vez.

Lo ví nacer. Eso me satisface.

Como muchas otras cosas. En silencio o en la distancia o en el dolor.

Pero siempre en la alegría de estar aun vivos.

Pitibuchi dijo...

Bea, te lo agradezco mucho. El cuento ha tenido muy buena acogida, entre cubanos es una historia muy conocida.

Un beso

Anónimo dijo...

Querida Yamilet
Tu cuento me encantó Me hizo llorar un poco porque me hizo recordar que hace muchos, pero muchos años yo perdí un bebé de 5 días de nacido .
Me puse a escribir mi historia , pero me di cuenta que escribo como si fuera un telegrama . Y creo que no tengo remedio . Traté de mejorarlo , sin lograrlo
Cuando nos veamos te enseño lo que escribí , aunque no tenga nada de literario . Ya puedes contar entre los lectores de tus cuentos alguién que lloró al leerlo

Buscapiés dijo...

Pasé, leí, disfruté.