A Jorgito, en su cumpleaños.
Eran los noventa, los años terribles del Período Especial y
el hambre acuciante. El taller literario había dejado de existir y el mismo
Marcelo vivía en su exilio de Tampa. Pero nosotros seguíamos aferrados a La
Habana, sostenidos a una ciudad que ya no podía cobijarnos. No lo sabíamos,
pero nos quedaba poco tiempo en la Isla: poco a poco, el grupo se iría no
marchitando pero sí desgranando. Pero todavía sobrevivíamos en aquel rinconcito
de sueños, literatura y té que significó para nosotros los encuentros, casi
diarios, en La Lluvia de Oro. Después lo sabríamos: ahí también se reunieron, en
su tiempo, los origenistas. Nuestra razón era más sencilla: era el único lugar
de La Habana en que todavía se podía tomar té. Sin una cita previa, sin guion prefijado ni hora fija, íbamos llegando
a nuestra propia lluvia y a nuestros felices encuentros.
Jorgito era, casi siempre, el primero. Todavía estábamos
juntos pero la Lluvia fue también cómplice de nuestra ruptura y de la
presentación de nuestras nuevas parejas. Yo llegaba, o con él o saliendo de La
Cabaña, donde trabajaba entonces. Los habituales no se demoraban: Almelio, en
cuanto salía de su trabajo en Neptuno; Pedro, de su consultorio médico en La
Habana Vieja; Juan Carlos, sudando desde su legendaria Alamar. A veces venía
Carlos con su novia, Carmen; Fowler, Rolando, Ponte, Morán –casi siempre- o cualquier otro esporádico que por ahí
andaba. Ismael y Rafael, bastante a menudo. De los no literatos le tocó tal
privilegio a Virgilio, David, Hortensia; alguna vez, Isabel, Rubén. Se hablaba
de todo pero, por paradójico que parezca, no de política: esa quedaba para la
casa, las discusiones a puertas cerradas, el asombro por la caída de la URSS.
Allí, no. Sitio sagrado por la aureola literaria, La lluvia acogía, como antaño,
a una generación literaria que prometía. ¿Dónde quedaron tantos sueños,
discusiones, fragmentos leídos? ¿Dónde quedó Darío y las hormigas? Entre buches de té y promesas de futuro
concebimos, sin saberlo, una pequeña ciudad letrada. La literatura era nuestra
religión, nuestro alimento y nuestro sostén.
Los origenistas se aferraron a nuestra tierra y crearon la
más grande generación –o grupo, no voy a discutir los términos- que haya visto
nuestra Isla. Ellos tenían un líder, un proyecto, sueños de juventud y fe. Los
unía Dios y no los separaba ni el Diablo. A nosotros nos unía un diablillo –o
era quizás el ángel de la jiribilla y no lo supimos entender. Nosotros
carecíamos de casi todo pero, sobre todo, estábamos seguros que nuestro camino
era el exilio. Tristemente, nunca fuimos ni grupo ni generación: éramos amigos
–o novios- surgidos en la literatura y la idea fija, morbosa casi, de la
partida. Al fin y al cabo, ni Martí ni Heredia vivieron en Cuba. Al fin y al
cabo, es muy hermoso tener veinte años, vivir en París –o en despojada Habana- y dormir debajo de un puente.
Y nos fuimos desgajando, a cuentagotas, incluso los no
literatos. Hoy miro a mi alrededor y me espanto ante la lista: Carmen, Pedro,
Jorgito, Ponte, Rolando y Almelio en España; Virgilio, Morán y Rubén en EU;
Carlos en Praga; yo en México. A eso habría que sumarle toda la pléyade de
escritores cubanos de la misma época que no frecuentaban La Lluvia y viven hoy
fuera de Cuba –pienso en Odette, Amir, Rafael (Rojas) y tantos otros,
extraviados en la geografía.
Lejos de Cuba, siguen haciendo literatura. Cada uno a su
forma. Cada quién cómo puede. Pero no tenemos lluvia. Y nunca tuvimos oro.
QUE EL ÀNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE
QUE EL ÀNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE
1 comentario:
Muchas gracias, me encantó
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