Para Mario, el post prometido.
Ella se graduó en la Universidad en 1988. Vivía con sus padres, en un apartamento de una sola recámara donde nacieron y se criaron ella y su hermano: cuatro personas durmiendo en la misma recámara, sin privacidad ninguna. El título universitario y su sueldo de 198 pesos por dos años –el pago del servicio social- sólo le iban a permitir apenas ayudar en la casa. Pero, de cualquier forma, ganara lo que ganase, el gobierno –único propietario de todo en el país- no daba condiciones de alquilar o comprar un apartamento nunca. Veía cómo las mujeres se abstenían de tener hijos para que no vivieran en esas precarias condiciones de vivienda, donde las discusiones generacionales bajo un mismo techo generaban broncas mayúsculas de hijos, sobrinos y nietos que necesitaban hacer su vida privada.
Decidió casarse, ya cerca de los 30. Su novio vivía en un antiguo local de los años 20, devenido en vivienda informal, sin espacios delimitados y donde convivían sus padres, él y un sobrino. Una vez casados, comenzaron una extraña vida de peregrinaje: mochila al hombro, a veces dormían en la casa de ella –colchón tirado en el piso de la sala- o en la de él –barbacoa chirriante sin escalera y con la amenaza de caerse al menor movimiento. Sexo apresurado y a escondidas, a veces en el malecón o en la playa. Ya no habían posadas en La Habana y los hoteles, en esos tiempos, eran sólo para extranjeros.
Ellos siguieron estudiando, acumulando conocimientos y títulos que no les hacía rebasar el tope salarial de 300 pesos al mes y muchísimo menos les permitía soñar con un rincón sólo para ellos: un espacio propio para gritar, reír, hacer el amor como Dios manda.
A su alrededor, todos estaban en las mismas condiciones: amigos médicos, ingenieros, maestros, abogados, albañiles, carpinteros, soldados, obreros. Divorcios que se sucedían por la imposibilidad de vivir generaciones diferentes bajo el mismo techo. Niños acostumbrados a no tener una cama sino apenas cobijas en el piso de las casas de los abuelos. Derrumbes de edificaciones que no soportaban más el peso de los años. Y, mientras, las construcciones de hoteles deslumbraban al país, burlándose del pueblo y de las consignas.
Se daba cuenta que sólo obtenían pequeños inmuebles los que se dedicaban al bisne ilegal. Qué curioso, los que no habían estudiado nunca, los que no trabajaban legalmente eran los que conseguían, con negocios turbios y dinero sospechoso, una vivienda. O los que tenían familiares en el extranjero, que podían regalar dinero para operaciones de tráfico de viviendas. Y, por supuesto, los hijitos de papá, que tenían de todo. Sin embargo, cuando veía a los pobres albergados –algunos con más de 20 años esperando que Papá Estado les regalara un rinconcito propio- se sentía atrapada en una infrarrealidad que la hacía agonizar sin esperanzas, en la eterna convicción que jamás, por más esfuerzo que hiciera, saldría adelante.
A los 32 años, emigró. Por primera vez en su vida, tuvo su cuarto, su pequeño departamento. Por primera vez en la vida, sus títulos y su trabajo fueron valorados. Supo de palabras desconocidas: créditos de bancos para viviendas, créditos de los centros de trabajo, renta, venta, compra de terrenos. Vio a la gente luchando por tener su espacio. Y, entonces, sólo entonces, comprendió el terrible daño –ya sin remedio- a su generación sin vida propia, sin matrimonios y sin hijos en un país que engañaba con discursos falsos.
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