Con
mucha desilusión he terminado la novela Herejes,
de Leonardo Padura. Y con profunda pena leo las opiniones de los lectores –sin
ningún basamento sólido- de “estupenda”, “maravillosa”, “genial”… pues, no,
esta novela no acepta, admite, ninguno de estos apelativos. Pero yo sí voy a
explicar por qué: nada del banal e infantil “me gustó”. En crítica, el “me
gustó” forma parte de la llamada crítica impresionista donde sólo entran en
juego las sensaciones, proyecciones, impactos a nivel emocional que una obra
puede ejercer sobre su público. Me puede gustar una obra porque despierta en mi
subconsciente ciertas relaciones asociativas con mi vida. O, quizás, porque me
identifico ideológicamente con el autor. Porque me gusta la manera en que
despotrica de las religiones… etc, etc. Todo esto, sin embargo, no significa
que tengas los valores –entiéndanse literarios en este caso- atendibles para
ser una novela “excelente” ni “formidable”. Y conste que puedo afirmar con
rotundo orgullo que he leído TODAS las obras de ficción de Padura –desde Fiebre de caballos, pasando por La puerta de Alcalá y otros cuentos
hasta Herejes. Y he visto, con mucha
alegría, el progreso narratológico de este autor. ¿Qué sucede, entonces, con Herejes? ¿Por qué mi decepción?
Sepan
que escribo estas líneas con una mezcla entre miedo y deseos de decir lo que
analicé de la novela. Para nadie es un secreto que Padura tiene, dentro de
Cuba, profundos detractores entre los que se encuentran los mediocres
literarios de siempre, que no pueden –y saben que no podrán jamás- escribir ni
cercanamente como él. Y eso los convierte en furibundos atacantes de la
narrativa de Padura. Están, por supuesto, los ratones ideológicos, aquellos que
medran buscando, con su olfato atrofiado, el más mínimo desliz de lo políticamente
incorrecto para lanzarse sobre cualquier artista y convertir su vida en un
martirio –ejemplos sobran, iluminados por el triste recuerdo de Maiakovsky. El
Premio Nacional de Literatura otorgado al autor cubano no fue por unanimidad,
sino por mayoría. Y basta conocer los nombres del jurado para saber, sin
equivocaciones, quiénes estaban detrás de la negación. Es, por lo tanto,
altamente espinoso criticar a Padura porque las hienas sólo esperan un resbalón
para hincar sus fauces sobre uno más, sin importar siquiera que los lectores cubanos devoran sus
obras; que Mario Conde es el detective activo e inactivo más conocido en la
Isla y que, por supuesto, Padura es popular, querido, admirado y venerado entre
los amantes del género. Pero, por la propia salud del mismo –el hombre, su
personaje y la literatura- creo
necesario llamar la atención de ciertos aspectos que ya se empezaron a percibir
en El hombre que amaba a los perros y
que alcanzan su cúspide negativa con Herejes.
Vamos, pues, a desglosar los elementos que lastran esta novela.
LAS
TRES HISTORIAS
Herejes
narra tres historias en igual número de grandes bloques narrativos que no se entrelazan:
la del niño Daniel Kaminsky –mezclada con un Mario Conde pálido, caricaturesco,
repetitivo que lastra el ritmo narrativo-; la del judío Elías Ambrosius, alumno
de Rembrandt –con mucho, la mejor de las tres por su concienzuda investigación
histórica y la fuerza de sus personajes- y, por último, la de la emo Judy,
donde al autor coloca –un tanto forzadas las conclusiones apocalípticas de una
Cuba que se desmorona, una tendencia a que el narrador caiga en varias
ocasiones al consabido “teque”- la visión más negra de estos dark caribeños
dentro de un fragmento de una sociedad también negra en sus percepciones. Pero
este negrismo –que responde al género negropolicial o negrocriminal- jamás
alcanzará las proporciones estupendas, vívidas, magistrales, alucinantes, de La neblina del ayer. Es, más bien,
una visión grisecita de lo que significa la rebelión pasiva, callada y
contradictoria de jóvenes sin apoyo familiar y rechazados dentro de una Cuba
incapaz no ya de formar al “hombre nuevo” sino ni siquiera lograr entender
estas actitudes juveniles de chicos tempranamente agotados de la vida –y en la
vida- pero que, sin embargo, se mueven en un contexto de alto consumismo
capitalista.
Precisamente
en la primera historia –la del niño Daniel Kaminsky - es donde la novela carga
– y se carga- de pesados lastres, muy peligrosos desde el punto de vista
narratológico porque el lector, cansado de repeticiones del club de amigos de
Conde, puede abandonar una lectura que se hace larga hasta el profundo
aburrimiento. Las constantes citas a pie de página que se marcan aludiendo de
qué otra obra de Padura sale la idea, el fragmento, la aseveración –Máscaras, Pasado Perfecto, etc, etc- son
definitivamente innecesarias y señalan un recurso mercadotécnico que quizás
funcione en los círculos editoriales pero que a esta altura del siglo XXI e
imbuidos en la posmodernidad sólo logran establecer preguntas o fomentar
rencores innecesarios. La posmodernidad abrió las puertas para incentivar los
deseos de averiguar: una novela lanza el anzuelo, el lector interesado busca
más. Una obra despierta sensaciones, dudas: el lector indaga. Quizás haya algún
objetivo que escapa a mi visión con esta altamente insultante forma de llamar
la atención del lector, ¿es que acaso piensan que las personas que abrieron
estas páginas forman parte del grupo de tarados que consumen, de manera
irracional, novelitas de superación personal o escandalosos y morbosos bestseller?
¿Lectores “hembras” como los llamaba Cortázar? Por favor, no tachen nunca a un
lector de Padura de tonto porque están acostumbrados a otra forma de abordar la
literatura… y no es ésta. Si el lector es novel en las obras del cubano y empieza
por Herejes, debe tener la suficiente
lógica como para buscar pos sí mismo sin que la novela esté señalando a cuál
anterior pertenece. Y si es un asiduo, sencillamente, se sentirá extrañado por
tamaña tontería, ¿acaso no existe la intertextualidad? Para colmos, Padura se
lanza casi 200 páginas en devaneos
sentimentales que ya repitió en textos anteriores: no aportan nada
porque, sencillamente, no funcionan en la diegésis. Mucha paja en estas 200
primeras páginas y muy poco rescatable –a no ser la parte correspondiente a
Daniel, su vida y el barco cargado de judíos. ¿Por qué- me pregunto- no abundó
más en la ficcionalidad de la familia judía que estaba en el barco? Personajes
ausentes, únicamente referidos, la construcción de su historia desde el barco
hubiera sido genial, aun cuando supiéramos que es ficción: se puede crear
ficción creíble, con personajes tan vivos como los históricos. ¿O acaso no
laten nuestros corazones con Guillermo de Baskerville y Adso en aquella abadía
perdida en la Europa entre la Edad Media y el Renacimiento? Y hago esta
salvedad porque El nombre de la rosa,
además de utilizar elementos como la intertextualidad, interesantes paratextos,
heterología –entre tantos otros recursos- ; no obstante ser un bildungsroman diferente es,
indiscutiblemente, una novela policial donde se mezclan guiños al lector con la
conjugación de novela histórica-policial ¿Entonces?
No
existen en literatura cánones inamovibles pero sí creo en uno: aproximadamente,
las 30 primeras páginas deben ser un gancho al lector. Leer 200 páginas donde
casi todo sobra es un marcado suplicio.
Continuará
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