QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

sábado, 5 de diciembre de 2009

LOS HÉROES SIGUEN MURIENDO


Tenía yo sólo ocho años cuando el golpe militar de Chile. ¿De qué se puede acordar una niña de ocho años, qué puede saber de lo que está pasando? Pero mis recuerdos de aquel septiembre de 1973 son nítidos, tan claros como los que guardo de octubre de 1967, cuando sólo tenía dos años y amanecí con la ciudad llena de fotos del Che. En aquella ocasión, le pregunté a mi mamá quién era y supe del guerrillero asesinado. Parece imposible, pero es cierto: ése es mi primer recuerdo. Después, serían los aviones bombardeando La Moneda, el último discurso de Allende escuchado en un radio, la pena infinita por los muertos.

Por esos días, Víctor Jara era presencia constante en la Televisión cubana. Quise saber de él y me dijeron que le habían cortado las manos. Poco después, supe de su muerte y la imagen de Jara sin manos persiguió mis sueños y mis angustias. Treinta y seis años después, Víctor Jara es trasladado a su morada definitiva, en un entierro multitudinario que nos recuerda que las dictaduras –sean de izquierda o de derecha- son el escarnio de la Humanidad. No hay razones para las muertes pasadas, como no las hay para las presentes. Un Jara sin manos es tan aberrante como un grupo de niños asesinados en el Remolcador 13 de Marzo hace ya 15 años. Los culpables nunca pagan sus deudas, mueren en sus camas, rodeados de familiares y hasta aplaudidos por muchos.

No podemos olvidar. No podemos permitir los nuevos asesinatos, llámense Brigadas de respuesta rápida, mítines de repudio o fusilamientos por el simple acto de intentar escapar. Víctor Jara es un símbolo de lo que no se debe repetir y deberíamos entender el mensaje porque todavía hay miles de presos, torturados y asesinados por sus ideas en el Mundo. Somos capaces de llorar a Jara pero no nos atrevemos a hablar de los otros, de los que todavía están vivos y perecen en cárceles inmundas en nombre de un inexistente ideal y de una falsa utopía.

Treinta y seis años después, una fría mañana de julio, me paré frente a La Moneda y sentí sobre mis hombros todo el horror del poder desatado. Pensé en la Isla prisionera. Lloré por Allende, que a pesar de todo, fue incapaz de lanzar a su pueblo a una guerra civil –como muchos querían; que, a pesar de todo, defendió y murió por sus ideas sin inmolar a su pueblo. Lloré por Jara, que atravesó mis sueños infantiles sin manos buscando a Amanda. Pero aquella mañana de julio todos mis pensamientos fueron hacia Cuba y su gente, los vivos que mueren día a día y los muertos que no tienen sepultura.

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