Hace dos años decidí convertir a pitibuchi en un blog donde confluyeran la Literatura, el Arte, el humor y la presencia siempre viva de mi Isla agonizante. En este tiempo he visto con satisfacción que me han leído con gusto desde varias partes del mundo. Quiero agradecer a todos los que siguen mis textos en la red, los conocidos y los desconocidos que entran desde los más recónditos lugares del planeta. La morada de pitibuchi continuará su camino mientras uds. la tengan entre sus preferencias.
Efectivamente, pitibuchi nació en La Habana. Pero, ¿quién es? ¿de dónde salió tan peregrino nombre? Era una tarde cualquiera y Jorgito y yo íbamos por Escobar, de regreso de su casa. Un auto, parqueado en una esquina, ostentaba la famosa marca: Mitsubishi. Miré a mi alrededor y surgió el nombre, mi nombre. Porque pitibuchi estaba en aquellas calles, más cercano que la extranjera marca. Recorría los espacios y se fundía a la desesperanza.
Y, entonces, brotó el cuento.
EL PITIBUCHI, EL DRAGÓN Y LA CIUDAD MALDECIDA
A Jorgito
La ciudad resistía aletargada en su miedo. Las vacaciones habían comenzado viciadas por un indefinible halo de perplejidad. Todo había concluido sin haber nacido y los engendros estaban merodeando las circunstancias. Por primera vez, amaneció un cielo vacío. Un cielo vacío en una ciudad que se vicia con su terror es un signo de la indiferencia y el desasosiego. El silencio constituía el blasón de cada amanecer porque las palabras se sustituían por relámpagos, descargas inusitadas de una energía vencida.
Cada habitante vigilaba el ciclo de vivencia de sus congéneres. Por siglos, la ciudad habitaba las horas recreando al pitibuchi. Nacido de las manos de todos y alimentado con colores, el pitibuchi se había convertido en el ídolo del raciocinio. Dañar al pitibuchi creaba un estado incierto que se prolongaba hasta la muerte de una porción de la ciudad. Los enceguecidos oradores ignoraban los resultados: querían ignorar los resultados. Al cabo de segundos, la muerte se cambiaba por tambores y renacían nuevos grupos de creyentes.
Nadie se atrevía a describir al pitibuchi. Era tanto poder que su sola presencia colmaba cualquier deseo. El pitibuchi solía cazar sortilegios y su esperanza era un bálsamo para los océanos encabritados. Todos creían haber visto, alguna vez, al pitibuchi, pero en realidad desconocían su rostro, su materia, sus designios. El pitibuchi era un milenario sueño concretado. Un milenario sueño tan irreal como la supuesta concertación de los sueños. La voz del pitibuchi era motivo de comentarios. Con sólo un lexema y un gesto, la ciudad temblaba y caía agonizante a sus pies. Entonces, no valía pensar. El pitibuchi se transformaba en corriente, en marea, en posibilidad ignota para eliminar los mitos.
Pero aquellas vacaciones el cielo amaneció vacío y la ciudad comenzó a temblar. Más que revelación o espíritu de agredir, la ciudad se vistió con su miedo. Quizás era imposible de comprender por la majestuosidad de su conclusión. O quizás, sencillamente, era tan protozoica, que la estirpe del pitibuchi la minimizaba. Lo cierto se obligaba a lo irreconocible: el dragón había roto su coraza.
Olvidó su ropaje cuando la ciudad comenzó a suicidarse. Villorio o plaza, las imágenes se superponían con la imprevisible desazón de los lunáticos. Sin límites ni sosiego, tan voraz como su distante nacimiento, se percibió la agonía simiesca de la similitud. Ya no se podía caminar por el muro que contenía al dragón porque la última puerta se había abierto y el guardián había sido devorado por la avalancha de putrefacciones. El dragón intentaba ser el dueño de la ciudad y los habitantes sacudían su modorra apelando al aburrimiento. Era el único, tal vez desesperado ente, que se atrevía a palpar lo que recordaba. El dragón prohibió rememorar y la ciudad moría de nostalgias. Despaciosa, pero segura, recorría el trayecto al patíbulo. Todo era brumas y el rugido casi poético de aquel dragón envejecido, contenido entre muros durante siglos y que ahora había decidido actuar, despertaba instintos eternizados. Un dragón sin espejos que había convertido a la ciudad en un bosquejo de fantasmas.
La niebla rodeaba la salida, la única y la última salida permisible. La antigua combinación que abría su puerta ya no existía. Cuando las consignas lo permitieron, la puerta dejó camino libre a la ciudad. Alguien quiso saber el misterio de la puerta. Y se lo revelaron. Quiso conocer la forma de abrirla. Y le fue entregada la mágica destreza para hacerlo. Quiso entrar. Y fue el rey de las delicias hacia lo desconocido. Quiso ser el primero, el constante, el elegido. El mar entonces abatió la puerta y la niebla fue apagada por un incendio de multitudes. El tiempo calmó el oleaje pero la ciudad jamás rescató la calma. Con mucha sapiencia, la puerta volvió a delimitar su espacio con el mar habitando sus dominios. Ya no existía combinación para abrirla y su cuidado fue asignado a víboras que recorrían el lugar con desespero. Fue entonces que se convirtió en la salida, la única y la última salida permisible.
Había que aprender a amar y odiar. La ciudad sólo anhelaba amar. El pitibuchi ignoraba ese otro sentimiento sepultado que vagaba en los rostros. Y lo buscaban con la perenne confusión de saberse errados. Desde su raíz hasta lo invisible, la ciudad engendraba un dolor absoluto por la luz. Les habían vedado todo resplandor para cubrirlos de flores. El pitibuchi creía enorgullecer a la ciudad con el afán de los jardines. Cuando fue jardín creó las cercas. En los tiempos de las cercas no existían los jardines. Y era una pusilánime ciudad de juguete rodeada de cercas, con un muro que soportaba al dragón y una puerta sin custodio.
- Hay que matar al pitibuchi.
- No. Hay que matar al dragón.
- Hay que derribar las cercas.
- No. Hay que destruir las puertas.
- Hay que icinerar los rostros.
- No. Hay que construir máscaras.
- Hay que llenar el cielo.
- No. Hay que destruir el vacío.
- Hay que ahogar el silencio.
- No. Hay que alimentar la luz.
- Hay que odiar el amor.
- No. Hay que amar el odio.
- Hay que matar al pitibuchi.
- No. Hay que revivir al dragón.
- Hay que matar al dragón.
- No. Hay que revivir al pitibuchi.
El primer rugido sacudió cada espera y sobre la ciudad comenzó a llover cenizas. El pitibuchi y el dragón se perseguían sabiéndolo, ignorándolo, presintiendo que un encuentro indicaría el desplome. El pitibuchi lo imaginó. El dragón lo dijo. En los pasos de ambos el itinerario era un suave amanecer de penumbras. La ciudad temblaba con la suposición de que pudieran fusionarse. El pitibuchi doblaba una esquina y las calles se cubrían del dragón. El dragón desgarraba un edificio y los parques se disfrazaban de pitibuchi. Como una mariposa extraviada, la ciudad huía del futuro. Un olor incierto a un miedo incierto sustituía cualquier pauta de los sueños. A la ciudad le estaba vedado soñar mientras el pitibuchi y el dragón prosiguieran su persecución sin salida, en un ciclo irreversible. Fue entonces cuando la ciudad, saturada de terror, se llenó de armas.
Los laberintos usurpaban cada resquicio de la ciudad. El dragón arrastraba sus esperanzas casi sin comprender que la perpetuidad de su especie se había extinguido. Creía abrir los ojos cuando en realidad desgarraba su misterio. En cada ventana un reloj derretía su configuración mientras las agujas caían en el olvido. El dragón respiraba desesperación entre columnas de papeles que hacían agonizar a la ciudad. Nadie podía comprender a esta ciudad ahogada. Los elefantes habían salido a pasear con rosas en las solapas un mediodía de hambre y jamás habían regresado. La ciudad calmó su apetito pero siguió vacía. El silencio, como llovizna imperecedera, extendió su dominio sobre la ciudad. El silencio, el eterno silencio, el nuevo silencio, heraldo de maldiciones.
No había desenlace porque jamás había habido comienzo.
2 comentarios:
Pasé, leí y me enteré del origen de Pitibuchi y una invitación que debí haber leído hace mucho tiempo. ¿Todavía se puede?
Saludos.
Hola Efrén, me da gusto que siempre pases. ¿ Cuál invitación? ¿ La de la revista? Claro que se puede.
Un beso
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