QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Rafael de Águila, mención en el premio internacional Julio Cortázar

Para presentar a Rafael de Águila ( La Habana, 1962) no puedo dejar de decir que es mi amigo hace muchos años. Pero, además, y debería haberlo puesto en primer lugar, es un excelente narrador. En 1997 publicó Último viaje con Adriana, premio Pinos Nuevos de ese año y en el 2006, Ellos orinan de pie, ambos libros de cuentos. La prosa de Rafael siempre me asombra. Y hoy les dejo un relato profundamente humano: WAGNER Y LOS CABRONES.

WAGNER Y LOS CABRONES
La calle estaba tranquila, desde el parapeto los dos hombres, espaldas sobre el muro, no dejaban de mirar a cada lado. ¿Vendrán de una vez?, preguntó el de la izquierda. El otro no respondió, se entretuvo quitando un terrón que el fango de la última salida había pegado al calzado, después escupió sobre el cuero de la parte superior y se afanó con un trozo de tela, era uno de esos hombres a los que, sin importar el sitio o las circunstancias, les molestaba la suciedad. Vienen, seguro, lo que no sabemos es cuándo, dijo al fin. El otro quedó con los ojos prendidos en la calle, como si desde allá, desde el sitio en que el asfalto se abría en tres posibilidades, en tres direcciones, pudiera llegar de pronto algo más que la muerte. Frank. El hombre continuaba su labor pero el zapato parecía no advertirlo, era viejo y la puntera de hierro estaba magullada al centro y también en los bordes. Frank, hay que sacar de aquí a Alicia. Las botas habían quedado todo lo limpias que era posible sin los implementos de rigor y el hombre la observó satisfecho. Yo también quisiera sacarla de aquí, pero, ¿a dónde?, esto se jodió, ella no debería estar aquí, pero está, esa es la desgracia, está, y no podemos evitarlo. Los dos hombres quedaron mirando la calle, ahora ya no importaba el calzado, en los ojos tenían una expresión de tristeza que alcanzaba para implotar la galaxia, cada una de ellas, sin excepción. Si sigue aquí la van a matar. Frank sacó los prismáticos y estuvo mirando la calle bastante rato. Si se va también la van a matar, acá nos van a matar a todos. Los dos hombres se miraron, ¿qué es eso?, ¿qué coño es eso? Alicia, está cantando. Se levantaron y corrieron por el parapeto, ¿está loca?, se preguntaron a coro. Llegaron al lugar donde habían instalado el pequeño horno de baterías, alimento habían logrado reunir algo pero nadie sabía a derechas cuánto tiempo duraría la energía, un día no habría más y tendrían que acostumbrar el estómago al frío de las latas, después, cuando también las latas se acabaran, el estómago tendría que contentarse con el aire cargado de polvo, eso si para entonces aún estaban vivos. Ya casi les tengo el café, se van a chupar los dedos, era el último café que quedaba, eso es lo malo. Los dos miraron a la muchacha y la fuerza no les alcanzó para pelearle; tenía el cabello suelto, los ojos confundiéndose con el negro de la blusa, aquella sonrisa como si todo se limitara a un día de acampada. Alicia, no puedes cantar. Ella sonrió, ah, pues me disculpan, a veces hay que levantar la moral de la tropa, alegrar un poco el día, ¿no?, hasta ellos si oyeron estarán aplaudiendo. Había dicho ellos y la cabeza hendió el aire en un gesto que aludía al allá, vaya a saber dónde, cualquier sitio en el que anduvieran ahora esos cabrones. No puedes cantar, no estás en el coro, eso fue una locura. La muchacha bajó la cabeza y pidió disculpas, no se vayan, ya está el café, iba a llevárselo en este momento. Tomaron el café en jarros de lata, los jarros estaban muy sucios y abollados pero el café estaba caliente y amargo; el azúcar se había acabado desde hacía ya una semana, ahora también se terminaba el café, realmente no les gustaba amargo pero reconfortaba, se les metía dentro del cuerpo y el calor lo llenaba todo, cada intersticio, el sabor no dejaba de hacer su parte y los dos hombres sonrieron. ¿Qué cantabas? Una lied, de Wagner. Después supo que no habían entendido nada y aclaró: una canción. Se sentaron en la tierra dura del parapeto, los dos hombres frente a la muchacha, los jarros en las manos, el humo iba de los jarros al aire y era un humo distinto, un humo del que no había que esperar la muerte. ¿Cantabas eso en el Conservatorio? Alicia explicó que lo ensayaban desde enero, casi todo estaba listo para una audición, pero bueno, comenzó esta mierda. El Vander ese..., ¿de qué país era?, quiso saber Frank. Alemán, nació en 1813. La muchacha intentó hacer pronunciar correctamente el apellido al hombre pero aquello no fue posible. Hace un bulto de años, concluyó Roberto, ese nunca estuvo en un parapeto, nunca tomó café sin azúcar en estos jarros de mierda ni esperó metido aquí a que..., el otro lo cortó: vamos a pedirle a Alicia que nos explique la canción del Wander ese, parece una canción..., no sé, romántica, ¿no? La muchacha iba a hablar pero Frank quiso regresar antes al sitio desde donde se vigilaba la calle. ¿Para qué?, pueden llegar desde cualquier lado. El otro lo miró y Roberto se arrepintió de la frase. Regresaron a gachas, ya sin correr, cada uno llevando su fusil, Alicia llevaba el suyo como podría haber cargado la mochila llena de partituras que solía llevar al Conservatorio. La calle estaba vacía, al centro un aura comía de algún desecho. Son grandes, se asombró Alicia, nunca había visto esos bichos así, tan cerca. Se sentaron y Frank volvió a escudriñarlo todo con los prismáticos, después los dejó a un lado y miró a la muchacha. A ver, explícanos lo del alemán ese y su canción. Alicia no dejaba de mirar al aura, pájaros cochinos, dijo. Deja a la pobre aura comer en paz, tiene hambre, dale, explica lo del alemán ese. La muchacha sonrió: pues miren, sí, es una canción de amor, Wagner estaba casado, la esposa se llamaba Minna, pero conoció a una muchacha, esa otra se llamaba Matilde, y también estaba casada, creo que tenía 24 años, Wagner la conoció en Suiza; él dirigía una sinfonía de Beethoven y ahí en el teatro estaba Matilde con el esposo, quedaron maravillados con Wagner, le ofrecieron apoyo, porque por aquella época Wagner no tenía dinero, se hicieron amigos, Wagner y Matilde tuvieron un affaire..., ¿un qué?, le interrumpió Roberto, la muchacha se rió, eh...., se enamoraron, explicó. Eso siempre pasa, dijo Roberto. La muchacha continuó: sí, casi siempre, entonces Matilde convenció al esposo para que comprara una casa a Wagner, pero Minna lo supo todo y pidió al músico que rompiera aquello, él lo hizo, pero pasaron los años y compuso cinco canciones, esa que yo cantaba era una de ellas, una de las Wesendonck Lieder, se llama Der Engel, El Ángel. ¿Cuántos años tenía entonces el alemán? Creo que el doble de Matilde. ¿Y qué más pasó? Lo de siempre, Wagner se fue con Minna, de todas maneras se divorció, y también se quedó sin Matilde, pero compuso para ella Tristan e Isolda, no se imaginan, una maravilla, yo tenía el CD... A Frank le pareció ver en los ojos de la muchacha un líquido raro y se volvió a inspeccionar la calle: no me trago que todo esté tan tranquilo, razonó, ¿por qué no acaban de venir de una vez? Roberto también se incorporó a mirar, son unos cabrones, dijo, lo tienen a uno aquí desgastándose, nos ponen a esperarlos, nos hacen frituras los nervios, nos cansamos y cuando estemos hechos puré, aparecen. No, negó el otro, ellos no son tan inteligentes, nos desprecian, se creen muy fuertes, y lo peor es que son fuertes, no tienen que andarse con trucos, quién sabe por qué no acaban de aparecer, va y son brutos los muy cabrones. Volvieron a sentarse, la muchacha tenía las manos sobre las rodillas y los ojos más negros que nunca, también estaba pálida, a la cara el color de las nubes cuando el cielo no amenaza lluvia. Los hombres la miraron y sintieron que la lástima se les hacía una pared dentro, una pared que crecía y crecía para terminar en dos torres, las torres se confundían en un nudo, y el nudo se quedaba ahí, impotente, incapaz de poder mover un ladrillo por la muchacha. Oigan, dijo ella, a ver, si ustedes hubieran estado en el lugar de Wagner, ¿se habrían ido? Los hombres la miraron y la pared creció todavía un palmo. No sé, comenzó Frank, no sabemos todos los detalles para poder decidir, por ejemplo: ¿quién era más bonita?, ¿quién lo quería más?, ¿estaba Matilde dispuesta a irse con el alemán?, ¿quería Vander irse con Matilde?, parece que no, la esposa le pidió que dejara el asunto con Matilde y él lo dejó. La muchacha se rió: y tú, Roberto, ¿qué crees? El aludido se incorporó a mirar la calle, en aquella posición argumentó que Matilde seguramente era una puta y que el alemán había actuado muy razonablemente. Alicia no estuvo de acuerdo: pues yo pienso que se enamoraron, sobre todo Matilde, Wagner era un genio, ustedes no saben, una mujer puede enamorarse fácilmente de un tipo como él, yo creo que después, con los años, Wagner se arrepintió de haber actuado tan razonablemente como dice Roberto, y entonces compuso esas canciones, no sé si Matilde lo supo, ni siquiera sé si llegó a escucharlas alguna vez. Varias explosiones llegaron desde el sur, los dos hombres y la mujer corrieron por el parapeto hacía la bifurcación desde donde se alcanzaba a vigilar aquella dirección, una suerte de trinchera circular bien fortificada. Hacia el sur se levantaban varias columnas de humo muy negro. Si vienen por aquí estamos mejor protegidos, explicó Frank, tenemos que traer algo de avituallamiento para acá, comida, parque, agua, medicinas, pero eso es ahora. Todo se hizo rápido y en un momento los dos hombres y la mujer estaban otra vez mirando al sur, las espesas columnas de humo negrísimo llegaban bien arriba para enlazarse con la pared y las torres, jugar con el nudo, aquella parafernalia que la lástima de los hombres había dejado ondeando en lo alto. ¿Trajiste algo de agua?, preguntó Frank a la muchacha. Claro que traje, y también las granadas que quedaban en el hueco, las antitanques, y vendajes. La muchacha apretaba el fusil, los ojos se le habían oscurecido todavía más, eran ahora de un oscuro rebelde, demasiado rebelde quizá. ¿Tú crees que vengan por aquí?, preguntó. Roberto explicó que podrían llegar desde cualquier sitio, desde donde les diera la gana, nadie sabía, Frank quedó callado, lo miraba todo como queriendo arrancar al tiempo el pedazo de futuro que alguien ahí delante tejía para ellos. Hacen falta los prismáticos, dijo y se fue a gachas a buscarlos. Roberto quiso saber si Alicia tenía miedo. Claro que tengo, reconoció ella, me cago de miedo, ¿no sientes la peste? Los dos se rieron, sin dejar de mirar al frente Roberto dijo que sí, la sentía, tremenda peste a mierda, ¿y sabes por qué?, porque también yo estoy cagadísimo, ya no me queda mierda por dentro. Se volvieron a reír, somos unos cagados, se burló ella, pero tal vez esos que están por venir estén más cagados. Sí, convino Roberto, quizá sea esa la mierda que apesta, la de ellos. Después explicó que daría la vida y hasta un poco más a cambio de que ella no estuviera allí, que la quería, mucho, no era el lugar ni el momento para andarse con esas tonterías pero él quería decirlo, era mejor que ella no dijera nada, era mejor seguir oliendo la mierda y ya. La muchacha lo miró y los ojos fueron dos huecos profundos, dos huecos muy negros. Yo sé que los dos son tan comemierdas que están enamorados de mí, veo como me miran, ayer me lo dijo Frank, hoy me lo dices tú, yo no pensaba que pudieran ser tan ciegos, yo con esta greña y sin un creyón de labios y ustedes como si vieran una diosa. Roberto quiso explicar que tenía el pelo muy lindo, mucho más lindo que las diosas, pero Frank estuvo de vuelta con los prismáticos y se puso a mirar al sur. Maricones, rezongó. ¿Qué pasa?, preguntaron casi a dúo. Nada, que me estoy cansando de esta porquería de vienen y no vienen. Alicia miró al cielo, se está nublando, anunció, parece que va a llover. Roberto también miró arriba, sólo Frank se mantuvo con los prismáticos pegados al rostro y los ojos devorando el sur. Oye, Frank, soltó la muchacha, ¿vamos a morirnos, verdad? El hombre dejó de mirar al frente y se acomodó sobre el suelo del parapeto, insistió en que no había que ponerse a pensar en eso, la muerte es una puta, pensar que uno va a morirse es morirse dos veces, o tres, o diez, las veces que la muerte quiera, las que sean, qué sé yo, ya morirse una vez es malo como carajo, todo eso dijo el hombre y sonrió. ¿No quieren que les cante la lied de Wagner para Matilde? Los dos la miraron, asombrados, la lástima y la ternura colgándoles de los ojos, de cada ojo brotaban lástima y ternura como agua desde un surtidor. Bueno, pero bajito, nada de musiquita de Vander para el enemigo. La muchacha cantó muy bajo, casi en un susurro, la cabeza sobre el muro, mirando al cielo, por momentos cerró los ojos, no miró a los hombres, no pudo ver cómo apretaban los dientes y se les llenaban los ojos de un agua rara, sólo cantó y se cuidó de que la pronunciación alemana le saliera natural, como si lo supiera todo de aquel idioma gutural y fuerte y no hubiera aprendido únicamente aquella canción, las miles de veces que hubo de escucharla, rewind otra vez a la cinta, rewind el oído alerta ante las partes más endiabladas, esa dicción tan distinta, la vista fija en el manual, aquella música de Wagner para Matilde. Si ahora se atrevieran al fin ésos a venir los tres hubieran resultado presa fácil, aunque puede que no, puede que los muy cabrones dejaran los fusiles a un lado, se sentaran a escuchar a Alicia, después aplaudirían, todos, hasta seguro alguno le regalaría flores. Cuando la muchacha terminó comenzó a lloviznar y los tres quedaron sin hablar, sin mirarse, Roberto escarbaba el piso con un dedo; Frank no despegaba los ojos de la pared y Alicia miraba al cielo, la llovizna le mojaba la cara y uno no podía saber si sólo al cielo podía atribuirse todo aquel líquido que le bajaba por las mejillas. ¿Les gustó?, preguntó al fin. Los dos hombres se levantaron, Roberto la besó en la frente, Frank en la cara. Muy lindo, no importa no entender el jodido idioma, eso alcanzó a decir Roberto, el otro quiso ser más explícito; sentía mucho que la muchacha no hubiera llegado a cantar aquello en el teatro: oye, te habrían aplaudido días enteros, es una mierda que todo se haya jodido así..., la frase se le cortó y el hombre quedó muy serio, de pronto pateó la pared, una, dos, tres veces: me cago en Dios, cojones. Oigan, miren, canté para ustedes, al final ustedes dos son mucho mejor público que los estirados del Conservatorio, y, por favor, los dos tienen que dejar de mirarme como a una niña, ya sé que son tan comemierdas como para decir que están enamorados de mí. Los dos hombres la miraron muy serios. Sí, los dos, son tan comemierdas como para eso, parece que sienten más que vaya yo a morirme aquí que la muerte que hay también para ustedes, ayer Frank que me quiere, hoy eres tú, Roberto, como si no estuviéramos en este hueco y esos cabrones no pudieran aparecer en cualquier momento, para colmo vengo yo a joderlo todo y me pongo a hablar de Wagner y Matilde y se me ocurre ponerme a cantar esa canción. Los dos hombres quedaron en silencio, se miraron, después Frank se levantó y comenzó a escudriñarlo todo otra vez con los prismáticos. ¿Vienen o no vienen?, quiso saber Alicia. No se ve un carajo, aclaró Frank. A veces me gustaría que acabaran de venir y ya, dijo el otro. También a mí me gustaría. Y a mí, se escuchó murmurar a la muchacha. Frank encargó a Roberto no perder de vista el sur, yo voy a ver cómo está la calle allá. Alicia se levantó del suelo y también miró al sur, sigue el humo, dijo. Y seguirá, aseguró el hombre, eso parece ser de combustible, ¿ves?, es negro, negro, le dieron a algún depósito, o qué sé yo, algo grande jodieron los muy cabrones. ¿Cuántos días tú crees que se demoren en ponerse a revisar casa por casa y nos descubran aquí? No sé, ya deben estar buscando, nadie sabe lo que se demoren en llegar, un día los vamos a ver, ellos se acercarán por aquí, o por allá, o por el frente, por donde les de la gana, y hasta ese día. La muchacha miró al sur y después muy fijamente al hombre. Oye, Roberto, dime, pero de verdad, ¿tú eres celoso? ¿Celoso?, antes de que llegara esta mierda nunca fui muy celoso, ahora..., ahora qué sé yo, ahora como tú dices, me pongo comemierda y siento celos si miras mucho a Frank, creo que te gusta él y yo no. La muchacha se rió, la llovizna que había cesado volvió a caer y el hombre tuvo que secar con el borde de la camisa el lente del prismático. Ella lo miró pícara, pues... a ver, ¿cómo te digo?, también yo soy un poco comemierda porque me gustan los dos, fuera de aquí, quiero decir, en la vida normal, me habría gustado salir un día con uno, después con el otro, en la vida normal, pero ahora estamos aquí y no se puede hacer. El hombre no alcanzó a podarse de los ojos el asombro, estas chiquillas, pensó, las cree uno niñas y son tan adultas. ¿Aceptarías eso? ¿Qué cosa? Eso, que en la vida normal saliera con Frank hoy y contigo mañana. El hombre no lo pensó siquiera: no, no lo aceptaría. Entonces eres celoso. Bueno, si eso es ser celoso, sí, soy celoso. Alicia volvió a reírse: mira, esto no es la vida normal, pero... si quieren, si... se comportan, podemos..., vaya, arreglar el asunto. No entiendo, dijo el hombre, ¿qué asunto? Eso de que ustedes sean unos comemierdas, y yo un poco comemierda, de que vayamos a morirnos de un momento a otro. Frank se acercaba, los dos lo vieron y quedaron callados. Por allá todo tan aburrido como antes, ni una cucaracha se mueve, ah, el aura, tu bicho asqueroso sigue ahí, a picotazos con su carroña. Los miró, ¿qué coño pasa?, ¿vieron algo o qué?, sin esperar respuesta se puso a macerar el sur con los prismáticos. Coño, digan algo, ¿por qué tienen esas caras? Que te lo explique ella, soltó Roberto. La muchacha se sentó, desde el suelo miró a uno y a otro. Le pregunté a Roberto si era celoso, a ti te lo pregunté ayer. Nadie dijo nada y Alicia volvió a hablar. Le explicaba a Roberto que era muy mierda eso de que los dos estuvieran locos por mí y estemos al borde de morirnos cuando aparezcan esos, que a mí no me desagradan, me acosté con un hombre hace sólo un tiempo, y no era un hombre, era un muchacho, nos vamos a morir, ustedes se ponen a mirarme con esa lástima, yo digo que si se comportan..., si se comportan como... como seres racionales, puedo quererlos, a los dos. Ya nos quieres, dijo áspero Frank. No, yo digo quererlos, como una mujer a un hombre, hacerlo. ¿Hacer qué?, fue otra vez la aspereza del hombre. Hacerlo, soltó la muchacha, tú sabes muy bien lo que estoy diciendo. ¿Y cómo puede hacerse eso?, quiso saber Frank. Pues..., como se hace desde que el mundo es mundo, por la noche uno duerme y el otro vigila, ¿no? Sí, asintieron los dos hombres. Ah, pues puedo hacerlo con el que no vigile. Los dos hombres quedaron mirándola, a Roberto comenzó a saltarle un tic en el ojo derecho. ¿Quieres decir que lo haces conmigo de diez a doce y con Roberto de doce a dos? Eso, convino la muchacha, y de dos a cuatro duermo, después de cuatro a seis vigilo y ustedes se van a dormir. Roberto se sentó, con el dedo reincidió en el gesto de escarbar la tierra del parapeto; Frank se puso a mirar al sur con los prismáticos. Pero tienen que comportarse, estamos los tres metidos en esto, y esos cabrones están allá afuera, si me lo prometen..., por mí está todo bien. Los hombres quedaron callados, uno con aquel gesto mecánico de agujerear el piso; el otro, los ojos allá, bien lejos, en el sur, la llovizna se sumó al silencio y volvió a hacer mutis, cada gota quedó colgando allá, en lo alto. Vamos, ¿qué dicen?, ¿el aura asquerosa les comió la lengua? Creo que yo estoy de acuerdo. La muchacha se puso de pie, bueno, Frank, ya Roberto está de acuerdo, faltas tú. El hombre miró todavía bastante rato al sur antes de hablar. No puede ser, carajo, ¿ustedes se volvieron locos o qué?, esto es una guerra, coño, esto no es una casa de putas, no podemos ponernos a templar, tenemos a los cabrones por todos lados, ¿qué quieren?, que nos pongamos a templar y que sorprendan a uno sin ropa moviéndose encima de ti y al otro contando los minutos para poder tenerte debajo, esto es una guerra, carajo, ¿es que no lo entienden?, lo único que tenemos que hacer es cubrir dos direcciones, hasta hoy fuimos tan anormales que pensamos que sólo podrían llegar desde allá alante, por este lado también pueden llegar, somos tres, uno descansa, dos vigilan, cada uno un sector, digan ustedes cómo carajo vamos a ponernos a templar, aquí no hay tiempo para ponerse a templar, coño, desde ahora estaremos juntos muy poco, uno aquí, el otro allá alante, el tercero descansando, preparando comida, haciendo algo, lo que sea, y si en el horario de descanso alguien quiere hacerse la paja se la hace pero nada de ponernos a templar o terminar pajeándonos aquí unos a otros, un día llega el enemigo y termina partiéndonos el culo, ¿entendieron? Alicia no pudo soportar y se echó a llorar, sin dejar de hacerlo se levantó y se alejó por el parapeto en dirección al horno, Roberto no había dejado de escarbar el piso. Tienes razón, dijo. Claro que tengo razón, coño, ya estabas tú estoy de acuerdo, estoy de acuerdo, planificando tu meneo, eres un militar, coño, no un corruptor de menores, ni tú ni yo somos el músico alemán ese ni ella es la tipa de la canción, esto es la guerra, la guerra, ¿tú crees que no me muero mirándola?, pero acá no se puede, no vamos a volver a estar con una mujer, eso se acabó, se acabó todo, se jodió, estos cabrones llegaron para jodernos la vida, jodernos todo, y si estamos aquí es para ver cómo carajo podemos joderlos un poco a ellos, no para mover cintura encima de esta chiquilla que, para colmo de desgracias, la pobrecita parece que no ha conocido todos los hombres que debiera, ni los va a conocer ya nunca. La llovizna deshizo el mutis y esta vez las gotas llegaron con más fuerza, Frank regresó a mirar al sur, el otro se levantó del piso y quiso saber si comenzarían ya a cubrir las dos posiciones. Ya, decidió Frank, se me ocurre que podemos mantener el ciclo de las dos horas, ¿qué te parece? El otro estuvo de acuerdo. A la tarde Alicia se acercó con algo de comida y eso los alegró; la muchacha había cocido papa y abierto una lata de jamonada, estaba rancia pero al menos tenían alimento, la papa hervía y el estómago agradeció aquello. Se sentaron en el suelo, Alicia preguntó si no habían quedado algo crudas las papas, los hombres aseguraron que estaban buenas, eres experta en músicos alemanes y papas de campaña, sostuvo Frank, y le guiñó un ojo. Era una manera de pedir disculpas y la muchacha sonrió: no sean hipócritas, soy mejor con Wagner. Durante la comida Frank se incorporó varias veces para vigilar la calle. Oye, coño, come en paz, te va a caer mal, si llegan, mira, llegaron y al carajo, pero uno debe comer lo poco que tiene como Dios manda, tranquilo. El hombre se cuadró: a sus órdenes, general, los tres se rieron. Después de comer Frank pidió a Alicia que cantara otra vez la canción, a ver, mete otra vez al alemán ese en el parapeto, anda, canta eso, ¿cómo se llama? Lied, aclaró ella, Wesendonck Lieder, parece que les gustó. Mucho, admitieron los hombres, tienes una voz tremenda, ah...., y creemos que el alemán fue un hijoeputa por dejar a la tipa. Yo también lo creo, dijo ella. ¿Cuántos años tiene la canción? Ufffff, ciento cincuenta, más o menos, puede que un poco más, no sé. ¿Y qué significa eso de Vesendón o como se diga? Wesendonck, lo enmendó ella, ese era el apellido de Matilde. Roberto dijo que Wagner y Matilde estarían ya hechos polvo. Polvo enamorado, acotó Alicia. Los hombres la elogiaron; cantante, cocinera de papas y poeta. Oigan, que eso no es mío, ignorantes, es de un poeta español, ¿es que nunca leyeron esa poesía? Ellos que no, que si también había una historia al estilo de la del alemán y Matilde. Puede ser, seguro, pero hasta ahí no llego, a ver, ya, voy a cantar la lied de Wagner para Matilde, Der Engel. La muchacha se sentó frente a los hombres, ellos la miraron desde las dos torres, las dos torres del nudo. Comemierdas que son los dos, les dijo, yo los quiero mucho, de verdad, nos vamos a morir aquí y ustedes son los mejores tipos del mundo con los que una quisiera morirse, y…, nada, quería que lo supieran. Los dos hombres tragaron saliva y apretaron duro los dientes. Las torres se empinaron y se empinaron y el nudo se hizo tres veces más fuerte. Alicia arrastró las nalgas sobre el suelo hasta quedar todos muy cerca, a ver, me van a dar las manos, los dos, así, dame la tuya, voy a cantar así y será como si Wagner nunca hubiera dejado a Matilde, como si estos cabrones no hubieran llegado a jodernos la vida, como si yo hubiera tenido mi audición y muchos muchachos para hacerme el amor, como si ustedes pudieran amarme, será todo eso y ya…, si sigo voy a llorar. Los dientes casi crujieron de tanto uno contra el otro. Y las torres, las torres. La muchacha cerró los ojos y extendió la cabeza, las venas del cuello eran azules y el cabello le colgaba a ambos lados, algunas hebras caían sobre el pecho, turgente, atrevido, si Wagner la hubiera visto habría escrito muchas lieder, miles, todas dedicadas a Alicia. Esta vez la lied quedó mucho mejor, parecía haber sido escrita apenas ayer por alguien que amaba a una muchacha y hubiera tenido que dejarla atrás, aquello no parecía tener ciento cincuenta años, o los que fueran, y la muchacha no abrió los ojos ni una sola vez, canto así; la cabeza hiperextendida, las venas azules, las hebras de cabello jugueteándole sobre el pecho, el tono fue muy alto y Frank llegó a pensar que no obstante todo el peligro mayor sacrilegio era callarla, atardecía, la llovizna había vuelto a hacer mutis, volvía a quedar colgando del cielo, los cabrones allá en la calle escucharon la canción y rodearon el lugar, Alicia siguió cantando, Ja, es stieg auch mir ein Engel nieder und auf leuchtendem Gefieder, Wagner y Matilde tenían una canción pero ya serían sólo polvo, los hombres apretaron duro las manos de la muchacha, y duro, muy duro, uno contra otro, apretaron los dientes.

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